martes, 31 de marzo de 2015

La Santa Cena


Bendice el vino que aletarga los sentidos, alejando la certeza de la muerte, atenuando la crudeza de la vida. Brindemos por la traición de los cobardes, también por la de los que codician todo el oro del mundo y por la de aquéllos que envidian lo que nosotros tenemos y ellos no poseen. Emborrachémonos para olvidar la cercanía de la espada que rasgará esta paz de papel cebolla. Lloremos nuestra sed de venganza y limitémonos a luchar para restablecer este equilibrio de cristal. Devoremos las últimas migajas del banquete preparado por nuestros enemigos. Envenenemos nuestros cuerpos con su odio, pero mantengamos limpio el corazón, pues sólo así podremos vomitar con rabia nuestra fuerza y cercenar con la verdad sus lenguas de serpiente. Bendice esta mesa ahora vacía y da las gracias por los alimentos que algún día la cubrirán. Sólo pasa hambre aquél que no sabe cómo nutrir su espíritu. Sólo muere de sed quien se niega a beber la lluvia.

domingo, 29 de marzo de 2015

La Borriquilla


Brilla el sol sobre la masa enfervorecida. Vuelan los vítores. Retumban los aplausos. Desfilan las alabanzas y frases de agradecimiento. Todos dicen querer ser liberados de la opresión, pero, cuando la libertad llame a la puerta, se aferrarán con fuerza a la mano del tirano. Son sólo niños con miedo de caer y destrozarse las rodillas, presos felices tras las rejas de su celda, condenados a muerte que caminan voluntariamente hacia el cadalso. El Salvador sabe que su gloria es efímera, que quienes ahora lo ansían no tardarán en pedir su cabeza cuando la amenaza de la liberación comience a materializarse en algo tangible. Son sólo asnos que rebuznan palabras que no entienden, burros que desean cambiar la carga que transportan, pero que no quieren renunciar al peso de la esclavitud, bestias que se creen especiales cuando reciben un mayor número de latigazos que sus compañeras de redil. Él lo sabe, pero no le importa. Sólo quiere sembrar la semilla del inconformismo en el corazón de los más pequeños, de aquéllos que aún no han aprendido que son animales que deben obedecer las órdenes de los capataces. Algún día germinará y dará sus frutos. En ti. En mí. Quizás en ellos. El mundo avanza sobre el recuerdo de los mártires.

viernes, 27 de marzo de 2015

Trampas (I)

Tus heridas son pozos sin fondo, en los que flota mansamente la angustia de los desahuciados. Tus ojos son estanques de Hiroshima y Nagasaki, sobre los que penden nubes radiactivas, envenenadas con el odio de aquéllos que matan parapetados tras el nombre del bien común y la justicia. La vida es una selva de días como palmeras sin podar. Las horas caen como hojas que amputan las manos de los cobardes con la violencia de un machete blandido por un niño soldado. Ríen los monos, balanceándose sobre las ramas de la autocomplacencia. La sangre de las víctimas salpica de barro sus zapatos sin conciencia. Ellos limpian la mancha con la piel de oro del último plátano que robaron antes de que la mina se agotase. Tu lengua llora las penas de los muertos, cuyos consejos ni los chamanes desean ya escuchar. Pocos conocen la sintaxis del olvido, aunque practiquen su indolencia. La amnesia es un agujero camuflado bajo los despojos del otoño. También nosotros caeremos en la trampa y volveremos a cometer los errores que nos juramos nunca jamás repetir. Nuestros bolsillos están llenos de las piedras con las que otros tropezaron, pero los hoyos en los que caemos no pueden guardarse en ningún rincón de la memoria. Sólo Alicia aprendió la lección y no volvió a echarse la siesta.

miércoles, 25 de marzo de 2015

El Reino de los Sueños (I)

Nieve efímera, que se cuela entre los rayos de este sol que no calienta tus insomnios matutinos. Cada parpadeo es un apagón de luz, que te transporta hasta el Reino de los Sueños. Él es sólo una sucesión de fogonazos disparados con una Polaroid anterior a la era digital. ¿Y tú? ¿Qué eres tú para él? Mejor no preguntar. Nunca has querido aceptar la incorporeidad de tu esencia. Las nubes vuelven y tú te escondes bajo la mesa, confundiéndolas con terremotos japoneses. No vuelvas a cerrar los ojos. No trates de enterrar su ausencia detrás de una cortina de carne transparente. ¿Por qué duelen tanto los inviernos? ¿Por qué el hielo no desaparece al principio de la primavera? Tus manos son un mar de dudas, que siempre se enfundan los guantes equivocados. El viento aúlla tus errores, mientras arropas el vacío de tu cama con una nana de lana que hace tiempo oíste a algún mendigo. Los relojes callan. Es necesario suspender este momento.
 
 

lunes, 9 de marzo de 2015

El amor, el tiempo y la distancia

El sonido del cristal al quebrarse contra el suelo es un grito de socorro que rebota en las paredes de la nada. Elena siente la tentación de descalzarse y terminar de triturar los pedazos (no importa cuánta sangre deba derramar para ello), pero la impertinente melodía de su móvil le impide entregarse al atrayente placer de la (auto)destrucción.
 
Es su madre. Otra vez. Diez interminables minutos de “¿Cómo estás?” “¿Todo bien?” “¿Seguro?” “¿Cuándo vuelves?” Quisiera decir “Muy mal”, “Todo fatal”, “Sí, seguro”, “Probablemente nunca”, pero como la verdad daría pie a nuevas preguntas que alargarían sine die una conversación que ya se le está haciendo cuesta arriba opta por mentir: “Perfectamente, “Más que bien”, “Sí”, “Aún no lo sé”.
 
Cuando su progenitora accede a liberarla de su arduo interrogatorio vuelve a contemplar el estropicio. Se acerca con cuidado al epicentro del desastre. Sin quitarse los zapatos recoge el único trozo que aún se asemeja a una copa. Lo contempla al trasluz de la ventana, girando lentamente el vidrio entre su dedo índice y pulgar, permitiendo que los últimos rayos de la tarde proyecten un diminuto arco iris sobre la pared de su salón.
 
El rugido del motor al despegar el avión es un sollozo huracanado que reverbera en el techo de la bóveda celeste. Las ruedas avanzan sobre la pista perdiendo poco a poco el contacto con el suelo. La playa, el mar, toda la tierra y los seres que la habitan quedan demasiado lejos para poder ser distinguidos. Un lecho de algodonosas nubes oculta los horrores del infierno. Las almas de los condenados crepitan al calor de la hoguera de vanidades de la ciudad condal.
 
Elena no quiere volver, aunque tal vez no debiera irse. Las lágrimas se secan antes de alcanzar los costados de la nariz. Los colmillos arrancan un par de gotas de sangre al labio inferior. Allí abajo está él y arriba ella ha dejado de estar. Es sólo una cáscara hueca que envuelve un regalo sin valor. El tiempo cicatriza todas las heridas o, al menos, eso es lo que afirma la sabiduría popular.
 
El sonido del monótono avance de las agujas del reloj es un alarido disparado a la boca del estómago. Elena acaricia el quebrado borde de vidrio, semejante a una picuda cordillera aún sin colonizar. Su corazón también se parece al borde de una sierra. Por eso no deja que nadie se le acerque. No quisiera amputar manos ajenas.
 
Los restos del día bailan el vals de las tortugas, pero Elena sabe que es sólo la obertura del silencio eterno. Ya no hay tiempo para nada, mucho menos para volver atrás. Los kilómetros se estiran hasta quebrar la goma elástica. El sol se apaga y las tinieblas envuelven los pedazos de cristal que arañan sus mejillas. Su vida es una figura de porcelana que se le escurrió de las manos y que ahora no sabe cómo recomponer. La noche es una retahíla de susurros fantasmales que aniquilan hasta el último milímetro de oxígeno de sus pulmones. Te quiero, pero no puede ser.


 

jueves, 5 de marzo de 2015

Cataclismos (VII)

¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que todo se derrumbe y el mundo se convierta en una mancha carmesí? ¿Cuántos días estrellaremos contra la pared, como copas disparadas con furia por manos colmadas de frustración? ¿Cuántas horas se escurrirán entre los labios, sin que ninguno de los dos sea capaz de encontrar la llave que abre la puerta a todos sus secretos? Permanecemos quietos, aunque queramos huir, aunque deseemos alejarnos del desastre, aunque nos neguemos a contemplar nuestro final. Tiembla el cielo. Se desgarra la tierra. Pero ahogamos el grito para no espantar a las presas. La única forma de sobrevivir es conseguir que el cazador elija otra víctima propiciatoria. Nos escondemos entre los árboles y cerramos los ojos, creyendo que eso basta para no estar nunca en el centro de la mirilla de su escopeta. Una bocanada de angustia revienta mi esófago. Tu mano se enreda entre mis dedos, tratando de enjugar mi miedo. Tu lengua cosquillea en mi oído palabras en las que nunca he querido tener fe: Tranquila. Sólo tenemos que aprender a respirar a través de las lágrimas, pero el llanto es una almohada que el destino aprieta fuertemente contra mi cara. Me ahogo entre tus brazos, casi tanto como fuera de ellos. El amor es un casco de caballo que piafa con saña sobre mi pecho desnudo. Traté de advertírtelo, pero para entonces tu corazón ya era una fosa llena de huesos quebrados.