sábado, 1 de diciembre de 2018

La maquinista

Vivo a base de café y té con leche. Literalmente. No duermo, no porque no pueda o no quiera, sino porque no tengo tiempo para ello. Siempre hay algo que reclama mi atención, una tarea pendiente que acometer urgentemente, una inaplazable obligación que no puedo seguir ignorando por más tiempo. Estoy cansada, sí, pero no puedo permitirme el lujo de parar un solo instante. Si me detengo, ya no podré volver a ponerme en marcha ni terminar todo aquello que he empezado, especialmente, ESTO.
 
Las únicas pausas que me permito son para ir al baño. Cuando lo hago intento no mirarme en el espejo. La última vez que rompí esta fundamental regla de supervivencia, el espectro que me contemplaba desde el otro lado del azogue casi me provoca un infarto. No, yo no puedo ser ese saco de huesos envuelto en piel cetrina, cadáver andante, prima hermana de Christian Bale en “El maquinista”. Y, sin embargo, sé que lo soy, igual que Trevor Reznik siempre supo lo que había hecho, por más que tratara de ocultárselo a sí mismo.
 
Hago pis. Evacúo los litros de cafeína y teína que anegan mi vejiga. Me limpio. Me levanto del váter y miro al suelo mientras regreso, casi a tientas, a mi centro de operaciones. He de hacerlo. No importa lo que cueste. Abandonar ahora equivaldría, no ya a un asesinato, sino a un auténtico genocidio y, entonces, sí que no podría volver a conciliar el sueño.
 
Ellos me necesitan para vivir y yo no podría seguir viviendo sin darles vida a ellos. Poco importa que, en realidad, todo ESTO me esté matando. Viviré a través de ellos y ellos a través de mí o, quizá, todos muramos, sin que quede de nosotros ni siquiera un pálido reflejo ni de quiénes fuimos, ni de quiénes aspirábamos a ser.
 
Y, sin embargo, aún pienso que es sólo una cuestión de tiempo, que sólo necesito aguantar un poco más, conseguir terminar una de las múltiples historias que me desvelan por las noches, vomitar todas las palabras que me producen acidez de estómago. Pero las historias nunca acaban y las indigestas palabras se regeneran en el centro mismo de mis tripas, antes siquiera de que sus precedentes hermanas terminen de abandonar mi esófago. Sí, siempre hay algo más que decir y una taza de café o té con leche para evitar que el sueño amordace mis párpados.
 
Ya no recuerdo la última vez que cerré los ojos, igual que nadie recuerda la primera vez que los abrió. ¿Es éste mi principio o sólo mi final? ¿Cómo se acaban los cuentos que no nos atrevemos a contar?
 
Sólo un poco más. Escribir tanto como pueda antes de terminar de colapsar.
 
Tengo pis, pero no creo que me queden fuerzas para llegar al baño. Me meo encima, mientras tecleo las únicas palabras que pueden otorgar algún sentido a mi existencia. Puede que después de ESTO logre descansar o puede que, en lugar de un epílogo, ESTO sea únicamente otro preludio.
 
Mi calavera me sonríe reflejada en la superficie de mi enésima taza de café.
 
Desaparezco, casi sin darme cuenta, como se esfuman los sueños de la infancia, como se volatilizan las esperanzas de los desahuciados. Y, sin embargo, queda ESTO y todo AQUELLO que jamás terminaré de comprender.