Lazos que se deshacen antes de tiempo, casi sin darnos cuenta, cercenados por una leve ráfaga de aire acondicionado. Rímel que se desliza por la comisura de los párpados, tiñendo de negro colinas antes sonrosadas, lenguas de petróleo que lamen tu garganta. Un pulgar que horada un círculo en el antebrazo del olvido, un pozo al que arrojar el pasado que se enquista, un espejo que refracte la tristeza. Tú aprietas la mandíbula. Yo muerdo el labio que no muerdes. Canta la sirena de ojos verdes y yo corto las cuerdas que te atan a mi mástil. ¡Salta! ¡Zambúllete en el mar que le da vida! Yo soy tierra cenicienta, suelo quebrado, polvo deslavazado. No lo dudes. Sumérgete en el agua hasta ahogar todas tus penas. La muerte es dulce. Es la vida la que quema bajo la piel y, por mucho que te rasques, algunas pulgas permanecerán ancladas con ahínco a lo más profundo de tu corazón y tus pulmones. Si, al menos, tú fueras Ulises o yo Penélope, habría algún Homero que enderezara nuestros pasos.