Te echo de menos, aunque quizá no debiera confesarlo. O, tal vez, sería aconsejable justo todo lo contrario: gritarlo, alto y fuerte, hasta perder la voz y dejarte sordo. Se ha vuelto a abrir la caja de los truenos, la lluvia empapa la ropa contra mi piel y tú miras hacia otro lado, para que yo no note tu deseo de despegar el algodón que se adhiere con saña a mi epidermis. Eres transparente para mí, pero ¿acaso lo soy yo para ti? Espero que no. Prefiero creerte ignorante del dolor que me causaste, que aún me causas todavía, mirarte a los ojos y mentirte: "No podría estar mejor, gracias. ¿Y tú? ¿Qué tal todo?" Fingir que no eres nada, que nunca fuiste nada para mí. Clavar bien hondo los alfileres que sostienen la sonrisa-máscara, mordaza que aprisiona la verdad. No, no quiero hacerte daño, decirte que espero que estés tan jodido como yo, que tú tampoco hayas aprendido a ser feliz sin mí y que los ojos se te empañen al escuchar los primeros acordes de alguna de las estúpidas canciones que sirvieron de banda sonora a nuestros más cómplices silencios. No, no quiero volver a pasar por todo aquello; esperar eternamente a que decidas qué es lo que quieres y, sobre todo, si lo quieres conmigo; tener fe en que algún día encontrarás el valor que se necesita para quererme, convencerme de que no lo perderé yo; soñar despierta con un futuro que jamás nos pertenecerá, porque no sabremos perdonarnos los errores del pasado, todas esas oportunidades que desaprovechamos, todos esos besos que escupimos en bocas que no supieron lamer nuestras heridas. Porque ahí reside el auténtico desastre. Sólo tú sabías silenciar a mis monstruos. Sólo yo conseguí anestesiar tus grietas. Hoy rugen las criaturas de mi noche y se hacen un poco más profundos tus abismos, mientras ambos tratamos en vano de respirar entre la bruma. Sólo somos humo que anega los pulmones a los que ayer otorgábamos oxígeno.