¡Puta idiota! ¿De verdad pensabas que saldrías indemne de la prueba, que podrías mirar cara a cara a tu pasado y no romperte en mil pedazos? Confundiste la antesala del homicidio con el lugar del crimen y, creyendo haber sobrevivido al reencuentro con la ciudad prohibida, te hiciste más vulnerable al ataque de la negrura del recuerdo. No, no me di cuenta de que no había sido allí donde te perdí, sino en aquel jodido aeropuerto ceniciento, lleno de gente que, aunque no debería hacerlo, hablaba nuestro idioma. El mismo hall, idénticas pantallas, primera puñalada en el costado, cuatro centímetros por debajo de las tres letras que sintetizaron el desastre. Sí, lo sé, ya he escrito sobre AQUELLO, aunque nadie haya tenido aún la oportunidad de leerlo. Pero no es de ESO de lo que quiero hablar, sino de que, tres años y tres meses después, aún no he sido capaz de digerirlo. No puedo respirar. Busco algo que me calme y es entonces cuando ocurre, cuando descubro que todo es igual, pero distinto y que Jamie Oliver ha colonizado el altar del sacrificio. ¿Qué nos queda, ahora que uno de nuestros últimos espacios sagrados también ha desaparecido?, me pregunto, mientras tres cabezotas lágrimas escapan al férreo control de mi orgullosa fuerza de voluntad. Sólo quiero vomitar; pero, en lugar de eso, me tomo un café, por más que sepa que lo que necesito realmente es una tila o, tal vez, un chupito de tequila (el resultado vendría a ser el mismo). La bestia se aquieta, pero no termina de dormirse. Tiene hambre y sed y sólo mi carne y mi sangre le pueden dar de comer y beber. Finjo que no es cierto, que no soy yo la que se desgarra desde dentro. Cierro los ojos y te siento tan cerca como antaño, porque una parte de ti se quedó conmigo, igual que una parte de mí se adhirió para siempre a la punta de tus dubitativos dedos temblorosos. Los altavoces truenan avisos que no previenen nada, que sólo precipitan las distancias y reabren las heridas. Abro los ojos y te sueño despierta, pesadilla insomne que aletea entre mis párpados. Y te odio, como tú odias el mundo. Y te quiero, como nunca te atreviste a quererme. Y te envidio, por no estar aquí, por no tener que enfrentarte a todo ESTO y a lo poco que queda ya de AQUELLO. Mi avión despega, pero yo sigo allí, atrapada en el carrusel de este eterno retorno que siempre me acerca y me aleja de ti. Tal vez, algún día, cuando descarrilen nuestros miedos.