Todo lo que quema arde bajo los leños de mis costillas. Cuando el humo amenaza
con asfixiar mi corazón, mi esternón se convierte en chimenea, desalojando de mi
pecho el espeso producto del incendio. No hay toxicidad en la combustión. Sólo
purificante liberación de niebla. Y es ahí, cuando la existencia desdibuja sus
contornos, que veo: lo de fuera y lo de dentro, los gritos y los silencios,
propios y ajenos, y, sobre todo, la consistencia de ese error atávico que
constriñe la existencia. Lo niego, pero lo entiendo, y ese saber arcano prende
la mecha que, algún día, lo dinamitará todo. Somos la herida, pero también la
cura; la luz de la vela que espanta el miedo infantil en mitad de la noche; el
arcoíris que otorga sentido a la lluvia. Somos un único corazón repartido en un
sinfín de cuerpos. Escucha. El latido es siempre el mismo. Sólo varían el ritmo
y su frecuencia. Te quiero, aunque no te lo diga; incluso cuando pienso que no
lo hago y este amor que me revienta las entrañas será lo único capaz de
sostenerte cuando todo lo demás se hunda. Ven. Camina conmigo hasta el cadalso
y, una vez allí, convierte al verdugo en ajusticiado. Porque sólo merece matar
quien está dispuesto a morir. ¿Eres realmente consciente de lo que esto
significa? Entonces, empuña la tea y enciende la hoguera.