Ya no estás aquí. Tu sombra no me roe los tobillos cuando mis pies trazan eses
por el Soho. No hay dolor, ni siquiera nostalgia; sólo un atisbo de tristeza por
lo que fue sin ser por miedo a lo que podría ser. ¿Cuántas vidas han pasado
desde entonces? ¿Cuántas veces he muerto en otros escenarios? ¿Cuántas pintas
han sido necesarias para despegar tu silueta de mi cuerpo? Te odié durante tanto
tiempo que aún no entiendo cómo he logrado finalmente perdonarnos. No hay
absolución sin purgatorio y ambos hemos pasado tanto tiempo en el infierno... Te
ensueño en la distancia, sabiendo que tu fantasma ya no puede engullirme de un
bocado, porque los fantasmas no tienen más poder que el que nuestra mente les
otorga y mi cerebro hace mucho que fue aniquilado por mis tripas (Dios salve la
omnipotencia de las vísceras). ¿Ves? La sangre sigue salpicando mis palabras,
pero ya no me asusta mancharme las manos ni teñir de grana mis labios. ¿Tú
también continúas apuñalando versos bajo la lluvia de un verano que nunca ha
sido merecedor de tal nombre? Se me olvidaba. Tú no eres poeta sino idiota y yo
no sé rimar tanta ponzoña; porque, por mucho que trate de negarlo, aún hay
veneno navegando los canales de mis venas. Pero no, tú ya no estás aquí y eso me
permite respirar las calles libres de tu imagen, bailar sin miedo a profanar tu
recuerdo, tirarme al suelo y morir sin freno. Porque esta ciudad vuelve a ser
plenamente mía y yo de ella y sólo sus cuervos pueden graznar toda mi verdad.