No hay verano, sólo lluvia y piel irritada por la falta de sol. Echo de menos el sudor resbalando por mi espalda, borrando las huellas de tu mano acariciando mi columna vertebral, las yagas del deseo fundiendo la carne. No, nunca estoy plenamente presente en el lugar en que fallezco, mi mente en la esquina del ring, acorralada por realidades que me escupen su verdad a la cara. Veo todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que podría llegar a ser, especialmente la luz que la tiniebla no logra ahogar. Soy libre a pesar de mis cadenas, del acero autoimpuesto por mi miedo; porque, si yo soy producto de mí misma, en cualquier momento puedo mutarme en alguien nuevo. Rasco el picor de aquello que me lastra. No cuento las células que fallecen en este gesto. Son demasiadas, pero aún no suficientes. Despierto en camas que no reconozco, atosigada por pesadillas que, como yo, proceden de otros mundos. Te echo de menos, de esa forma animal que sólo las ánimas primigenias somos capaces de entender. Grito en mitad de la noche, con los labios bien apretados, y sé que, de alguna forma, tú me escuchas; pero no me basta, nada nunca es capaz de colmar mi anhelo. Transcribo el desastre al borde del abismo, sin asomo de vértigo, y me río ante la imposibilidad de traducir a otros idiomas todas las implicaciones de esta frase. Disparo. Pero tú esquivas la bala y yo aplaudo la postergación del impacto que dinamitará nuestros mundos por los aires. Somos proyectos de cadáveres, esqueletos que se ocultan bajo varios kilos de carne, muertos que fingen estar vivos para no asumir la eternidad del fuego que bombea sus ideas. Te espero al final del mes y principio del verano; pero no hay verano, sólo lluvia y prórroga de la deflagración.