La herida abierta, manando sangre de manera inveterada, dejando mi corazón exangüe, enorme cereza deshidratada por la falta de amor y el exceso de miedo. No sé cómo liberarme de este dolor propio y ajeno, que hinca sus garras en el centro de mi plexo solar, horadando la carne hasta taladrar el hueso, esculpiendo alfabetos tan pretéritos como futuros, salmos profanos que recito las noches de luna llena, que abren portales a otros mundos, proyectando en las pantallas de mis párpados los sueños del Universo. Necesito detener este torrente de imágenes confusas, de recuerdos y premoniciones de origen y destino indeterminado; pero la única forma de sobrevivir a un tsunami es cerrar los ojos y entregarse a él, dejar que la marea posea tu cuerpo e inunde tus pulmones, morir a cada bocanada de agua y resucitar cuando el océano te escupa a tierra. Rezar para que todo acabe lo antes posible, sabiendo que nada terminará antes de tiempo. Recuperar el Norte en el medio del caos, convertir la incertidumbre en hogar y habitar la duda como única certeza. Y aceptar que sólo somos el producto de la imaginación de los dioses del Olimpo, peones en el tablero de juego de una Inteligencia Superior, fantasmas que se aferran a las sombras de sus cuerpos.