Siembro dudas, porque la certeza o te mata o te induce a matar y yo amo demasiado la vida como para contribuir mínimamente a su aniquilación. ¿Y si Descartes no fuera más que un timo? ¿Y si la piedra angular sobre la que apuntaló su castillo de naipes no fuera piedra, sino humo? ¿Por qué, si pienso, he necesariamente de existir? ¿Acaso no pensaba Augusto Pérez? ¿Existía? Algunos dirán que no y otros creemos que ha sido, es y será siempre más real que el autor que creyó crearlo. Un hombre, por cierto, cuyos interrogantes, a día de hoy, torturan cada noche a cualquiera que haya entrado en contacto con sus escritos, personas que intuimos siempre los pueblos pretéritos que yacen en el fondo de los lagos, en lugar de dejarnos cautivar por la aparente paz que se columpia en la superficie de sus aguas. Sí, sus apóstoles somos arqueólogos del miedo que no llegó a verbalizarse, del dolor enterrado bajo 10 toneladas de analgésico plomo ceniciento, de la tristeza anclada a los pulmones, royendo poco a poco nuestro aliento esencial, asfixiando cada célula de nuestro estúpido cuerpo secuestrado. Gritamos cuando nadie nos oye y callamos cuando todos escuchan, porque sabemos que la mayoría no está preparada para la batalla. Sólo sembramos dudas y rezamos para que, en el momento adecuado, esas dudas desplieguen sus alas y nos salven la vida.