La casa a oscuras, el cuerpo encendido, tus dedos en guerra alrededor de mi ombligo. Sé que quieres y no quieres seguir avanzando, explorar las grutas que horadaron mineros menos dignos de encontrar una veta dorada. Algunos dicen que tenemos lo que merecemos, otros lo que nos atrevemos a tener, pero tú y yo sabemos que, la mayor parte de las veces, hemos de conformarnos con las migajas que el Azar esparce sobre el mantel. Esta noche es igual que aquella otra noche y, al mismo tiempo, completamente distinta. No llueve ni hace frío, pero las dudas siguen congelando los instintos. Te digo que no importa, que tal vez en la próxima vida... Pero ambos sabemos que no es cierto, que siempre habrá un cepo que aborte nuestra libre carrera por el bosque. Somos dos ciervos que, a diferencia de Endre y Mária, tendrán que contentarse con retozar sobre la nieve en un sueño compartido. O, tal vez, no. Quizá podamos rebelarnos una vez, sólo hoy, bajo el aleteo de los murciélagos de la culpa indebida. ¿No los oyes? Chocan contra el techo, tratando de buscar una salida; pero no hay ventanas abiertas, ni puertas que habiliten la huida, sólo paredes y rejas que aprisionan nuestras manos condenadas. Quiéreme del todo, antes de que el sol tatúe en nuestra piel la quemadura del error. Deja que tus labios surfeen sobre el sudor que resbala por mi espalda erizada. Maullemos con rabia, lamamos con saña, rasguemos el velo del deber que amortaja. Cierra los ojos y descerraja tu pecho, que el dolor que te ahoga me sirva de oxígeno, igual que la primera vez que tus brazos sitiaron mi cuerpo y tus lágrimas fueron preludio del llanto que, desde entonces, anega mis huecos. No quiero pensar, sólo actuar, disolverme en la noche, bañarme en la luna, cantarte desastres que los cuerdos no entienden, besarte, amarte, odiarte. Odiarte. Odiarte. Dime, ¿cuántos más años fingiremos? ¿Cuántos otros días moriremos?