La nieve se derrite poco a poco. Todo es tan bello que duele saber que no durará para siempre, que ya ha comenzado, lentamente, a desaparecer, como todo aquello que me importa. El Apocalipsis de algunos es mi Paraíso y, al revés, muchos sólo aspiran a mi Infierno. No puedo o no quiero terminar de olvidarte, pero sí he renunciado a ti, porque tú nunca fuiste quien yo inventé para enamorarme de ti, el eco de aquel con quien aún no he logrado colisionar en esta vida, porque en las otras... en las otras siempre hubo un puto Big Bang. Camino despacio, no para evitar una caída, sino para prolongar el placer de ese sonido indescriptible, el crujido blanco bajo mis pies. Me pregunto de qué pensarán que escribo realmente aquellos que me lean y me contesto que, aunque nunca lo sepan, lo sentirán. Eso es lo importante. Anochece pronto, pero el síndrome de Stendhal no se apaga. Te echo de menos, aunque prefiera no volver a verte. Nunca. Hace frío, pero, en lugar de herirme, la escarcha me abriga el corazón. He perdido el miedo y eso es un problema, porque implica libertad y la libertad conlleva responsabilidad. Ya no tengo a nadie a quien culpar. Ni siquiera a mí, porque conozco y entiendo las razones que me llevaron a hacer todo lo que hice y a no hacer todo aquello que omití. No necesito perdonarme porque no hay pecado que arañe mi conciencia, sólo paz y silencio. También dolor, pero he aprendido a amarlo, porque forma parte de mí y, aunque si fuera otra persona, nunca elegiría ser yo, siendo yo, jamás optaría por ser otra persona. Todo lo que he perdido me ha hecho ganar. Todo lo que me ha herido me ha enseñado a sanar. Todo de lo que he huido ha dejado de asustarme. Soy quien soy porque quiero serlo. Pago el precio cada día. Tú eres sólo una mínima parte de la cuenta. Respiro el hielo y sé que todo irá bien, por muy mal que vaya.
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