Me queda el consuelo de tu duda, de ese instante en que, por un momento, creíste que yo era un error que merecía la pena cometer y de esa vida que, más temprano que tarde, te golpeará con saña en la boca del estómago hasta hacerte vomitar sangre. Me queda el alivio de mi libertad, de mi navegación sin lastre ni brújula y, al mismo tiempo, de mi rumbo agitado por la brisa del destino. Me queda la esperanza de tu naufragio en alta mar, de tu Waterloo sin exilio y tu Stalingrado sin posibilidad de retirada. Pero, sobre todo, me queda el recuerdo de tus ojos taladrando mis pupilas, penetrando hasta el fondo de mi alma, violando mis más recónditos secretos, descartando mi luz, para quedarse con mis sombras. Sí, tú te enamoraste de mi abismo, gemelo del que anida en el centro de tu pecho, hogar de tus miedos más cervales y tus deseos más oscuros, guarida de monstruos legendarios y demonios policéfalos. Sí, tú me quisiste. También me odiaste. Igual que yo a ti. Es ésta una realidad incómoda que nos persigue con el tesón de un sabueso a punto de alcanzar a su presa. Algún día pereceremos triturados en sus fauces. Mientras tanto, vivamos, siempre a medias, nunca completos, siempre anhelantes, nunca despiertos.