domingo, 30 de mayo de 2021

Sangrado

Siempre pensé que todo iría mejor cuando dejara de sangrar; que, una vez liberada de la esclavitud de mi menstruación, podría disfrutar, sin ningún tipo de cortapisas, de la vida. Me equivocaba. 

Bien es cierto que la menopausia me llegó antes de tiempo. Con 38 años todo el mundo te dice que, si quieres ser madre, tienes que hacerlo ya; pero casi nadie termina de creerse que ese “ya” forme parte del pasado, que la oportunidad se haya desvanecido sin preaviso ni advertencia, que sea tarde para reconsiderar una decisión que tomaste hace tiempo y que la sociedad nunca ha terminado de perdonarte, especialmente, la parte masculina de la misma. 

Por supuesto, es otra la idea que te venden: sé libre, vive la vida, aborta si te quedas embarazada antes de tiempo o del hombre equivocado. Pero, después, cásate, ten hijos, funda una familia, sé una mujer de bien. Si tienes dificultades para engendrar, sométete a todos los tratamientos de fertilidad que sean necesarios hasta lograr el ansiado objetivo. Tu cuerpo y tu mente nunca volverán a ser los mismos, pero ¿a quién le importa? Tú quieres ser madre, aunque ahora mismo no seas consciente de ello. Todas las mujeres quieren. Está inscrito en tu ADN. Si no lo haces acabarás arrepintiéndote y, además, ¿quién cuidará de ti cuando no puedas valerte por ti misma? 

Cuando empecé a salir con Juan se lo dije. 

- No quiero tener hijos. 

- Eres muy joven. Entiendo que no te sientas preparada. Yo tampoco lo estoy aún y eso que soy mayor que tú. 

Yo tenía 30 años y él 37. 

- No lo entiendes. No es que no quiera ser madre ahora. Es que no quiero serlo nunca. 

- ¿Nunca? 

- Nunca. 

- Muchas mujeres piensan eso hasta que su reloj biológico… 

- No se trata de eso. No quiero acabar metiendo la cabeza en un horno como Sylvia Plath. 

No creo que lo entendiera, pero no le importó. 

- Bueno, ya te digo que yo tampoco me siento preparado para ser padre. Ambos somos muy jóvenes aún y llevamos muy poco tiempo saliendo juntos. No hace falta que hablemos de eso ahora. 

Lo dejé estar. Supongo que, en el fondo, tenía miedo de alejarlo de mi lado. Él tenía razón. Llevábamos poco tiempo saliendo juntos. Ninguno de los dos estábamos realmente enamorados del otro. Cuando eso ocurriera nos daríamos cuenta de que, para ser felices, nos bastábamos a nosotros mismos. Juan tenía razón. No hacía falta hablar de ello en ese momento. 

El tiempo pasó. Nos consolidamos como pareja. Ninguno de los dos volvió a sacar el tema. Yo tomaba la píldora, él lo sabía y nunca me pidió que la dejara. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho años. Estar juntos era tan fácil que me desasosegaba. Entonces ocurrió. Una falta. Dos faltas. El miedo. No podía ni quería estar embarazada, aunque lo que más me asustaba era que él me pidiera que no abortara. 

Me hice un test a escondidas. Salió negativo. Respiré un poco. Me hice otro test, luego un tercero e incluso un cuarto. Todos negativos, pero la regla seguía sin bajarme. Fui al ginecólogo. Me lo explicó de manera tan clara como amable: menopausia precoz. Por suerte o por desgracia, cada vez era más frecuente. Si no quería ser madre, el principal inconveniente era la propensión que tendría a partir de entonces a padecer ciertas enfermedades propias de edades más avanzadas (problemas cardíacos, accidentes cerebrovasculares, osteoporosis...). Para evitar estos problemas, lo mejor era iniciar una terapia de reemplazo hormonal: dar a mi cuerpo los estrógenos que mi cuerpo ya no producía. Sé que suena absurdo, pero me pareció un tipo de violación: introducir en mí, a la fuerza, algo que mi cuerpo no quería. Le dije que tenía que pensármelo. También me recomendó una psicóloga muy buena especializada en el tratamiento de “este tipo de condición”. 

Fue ésa la primera vez en que me sentí rota, averiada, necesitada de una urgente reparación. Yo, que siempre creí que dejar de sangrar era lo mejor que podía pasarle a una mujer, comencé a intuir que, tal vez, después de todo, no fuera así. Una leve y difusa punzada se instaló en la boca de mi estómago. Traté de ignorarla, pero sabía que había llegado para quedarse. 

Al volver a casa se lo conté a Juan. 

- ¡Pero no puede ser! ¡Eres demasiado joven! 

- Por eso se llama menopausia “precoz”. 

- Entonces, ¿ya no podremos tener hijos? 

- Bueno, yo nunca he querido ser madre. Ya te lo dije. Lo que me preocupa es lo de la mayor propensión a un ictus o a un infarto. La terapia de reemplazo hormonal tiene algunos posibles efectos secundarios, pero creo que más vale prevenir que curar. 

 - Sí, claro. 

Pero no me escuchaba. Lo veía en su cara. “Me equivoqué. Tenía que haber escogido a otra más joven o, al menos, más sana”, pensaba y yo no podía creer que, después de tanto tiempo, no me quisiera a mí, sino a mi aparato reproductor. Fue entonces cuando comencé a odiarle, justo después de darme cuenta de que él había empezado a menospreciarme. 

Acepté la terapia de reemplazo hormonal. También la puta psicóloga. Engordé 10 kilos en cuatro meses y, después de casi veinte sesiones de terapia, descubrí que mi problema no era la menopausia precoz, sino Juan. 40 € la hora para que me diagnosticaran algo que yo sabía desde el principio. Aún así, no lo dejé. Seguía enamorada de él, aunque supiera que él ya no lo estaba de mí (si es que lo estuvo alguna vez). 

Poco después de cumplir 39 años fue él quien me despachó a mí. 

- Ya no te reconozco. Te has abandonado completamente. 

- ¡¿Que me he abandonado?! 

- Mírate un poco al espejo. Ya he perdido la cuenta de los kilos que te has echado encima y a ti parece no importarte lo más mínimo. 

- Es una cuestión hormonal, ya te lo he dicho. Además, tampoco es que esté obesa, ya que antes estaba hecha una sílfide. No como tú, que siempre has tenido barriga cervecera y nunca te lo he echado en cara. 

- No son sólo los kilos de más. ¡Es todo! Ya no te apetece salir ni hacer cosas. 

- ¡Pero si eres tú el que trabaja hasta las mil! Y, claro, salir a las dos de la mañana a tomar una copa, después de no sé cuántas horas esperándote, la verdad es que no me apetece lo más mínimo. 

Seguimos así durante horas. Al día siguiente, cuando me desperté, él se había largado con lo imprescindible. Dos semanas después volvió a por el resto de sus cosas. Lo hizo cuando yo no estaba. Pensé que trataba de evitar una nueva confrontación conmigo. Fue una vecina la que, muy amablemente, me informó de que había ido acompañado de una encantadora jovencita que le había ayudado a hacer la mudanza. Mi primer impulso fue llamarlo y pedirle explicaciones, pero ¿qué podía él decirme que no supiera yo ya? 

Me apunté a un gimnasio y me puse a dieta. Perdí 3 kilos y decidí que había llegado el momento de hacerme una cuenta en Tinder. Quedé con varios hombres, me acosté con algunos de ellos, los acabé descartando a todos. Me compré un vibrador y borré mi cuenta de Tinder. 

Poco antes de cumplir 40 años, una amiga me presentó a Carlos, un amigo de su marido. Fue amor a primera vista y también a segunda, pues dos semanas después de que nos presentaran me pidió que me fuera a vivir con él. Encajábamos en la cama y fuera de ella, hasta que me hizo aquella maldita pregunta. 

- ¿Qué te parece si empiezas a tomar la píldora y dejamos de usar preservativo? 

- ¡Ah! ¡No te preocupes! Podemos dejar de usarlo sin más. Te pedía que te lo pusieras para evitar enfermedades de transmisión sexual, pero si somos pareja monogámica entiendo que ya no es necesario. Como mucho nos podemos hacer un análisis para descartar enfermedades previas y ya está. 

- Pero necesitaremos usar algún método anticonceptivo o ¿es que ya tienes claro que quieres tener un hijo conmigo? 

- Bueno… 

El miedo, la duda, el déjà vu. 

- No hace falta que usemos ningún método anticonceptivo porque no ovulo desde los 38 años. 

- ¿Como que no ovulas desde los 38 años? 

- Pues eso, que tuve una menopausia precoz, así que no necesitamos tener ninguna precaución de ese tipo. Podemos follar como conejos sin ningún miedo a las posibles consecuencias. Es fantástico, ¿verdad? 

Otra vez esa sombra oscureciendo la cara de mi pareja, del hombre que supuestamente estaba enamorado de mí. 

- No tenía ni idea. ¿Por qué no me lo has contado antes? 

- Bueno, llevamos dos meses escasos juntos. No es algo que considere necesario contar nada más conocer a alguien. ¿Es que quieres tener hijos? No me habías dicho nada… 

- Bueno, como dices, llevamos poco tiempo juntos. No es que quiera tenerlos ya; pero pensaba que, aunque los dos tengamos cierta edad, aún estábamos a tiempo de formar una familia. Ni se me pasó por la cabeza que fueras una menopáusica. 

“Menopáusica”. El problema no es la palabra en sí, sino la forma en la que la pronunció Carlos y otros hombres después de él, la manera en la que fruncen la boca y arrugan la nariz, como si estuvieran oliendo mierda. Y la mezcla de asombro y desprecio que anega sus miradas. “Menopáusica” es sinónimo de mercancía defectuosa, de manzana podrida, de lazareto que no debe ser pisado. Mi útero inerte no supone un dolor en sí mismo. Lo que duele es la imagen que de él tienen aquéllos que creían y que creen amarme; pero para quien, en realidad, yo no era ni soy más que una promesa irrealizada, un espejismo de fecundo futuro, una cigüeña que falleció antes de entregar la preciada carga que portaba. 

Aunque el auténtico problema no es mi infecundidad, sino mi infecundidad prematura. A mis 42 años aún debería poder tener hijos. No puedo, luego no sirvo. ¿Y el amor? ¿Qué papel tiene en todo esto? No es justo que se espere de nosotras cosas que no siempre podemos o queremos dar, ni que la caducidad que nos asigna el mundo sea bien distinta de la de ellos. No, no es justo. Pocas cosas lo son. 

Ayer me crucé con Juan por la calle. Empujaba un cochecito de bebé y, a su lado, iba una rozagante jovencita con un bombo de varios meses. Parecían felices. Me consolé pensando que, tal vez, no fuera más que una fachada. Ambos fingimos que no nos habíamos visto. Espero que a él le doliera, al menos, la mitad de lo que a mí. Resulta irónico que, al final, toda yo me haya convertido en herida que nunca cesa de sangrar.

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