El tercio a media asta, la cabeza embotada y el cuerpo diluido en el deseo de
vivir y echar a correr. Dejo que mi dolor vuelva a columpiarse en las cuerdas de
tu guitarra desubicada. Bebo. Otro trago más y dejará de importarme lo que tus
ojos piden de mí, la forma en que tus dedos quieren allanar mis aristas, la
saliva que malgastas tratando de que sea alguien que no soy, un polluelo
machacado entre las fauces de tu amor constrictor. Tengo miedo. De robar
metáforas. De ser reina y esclava. De derramar mi sangre-tinta entre tus labios.
Del monstruo que habita en tu pecho, gemelo del mío, hambrientos ambos de almas
en pena incapaces de venderse al Diablo. De tu aliento de hielo y fuego. De mi
corazón envuelto en tinieblas. De todo aquello que no nombro para que no
encarne. Ya no me miento; pero continúo engañando, serpiente deseosa de que Adán
sea expulsado del Paraíso, Eva desnuda de hojas de parra que esconde su alma a
plena vista. Mírame. Soy todo aquello que no entiendes. Un lenguaje arcaico sin
Piedra de Rosetta que lo descifre. Una maldición egipcia. El quejido del ataúd
de Drácula, advirtiendo del peligro que corren a sus futuras víctimas
inconscientes. Huye. Aún estás a tiempo. Inventa una forma de salvarte y, luego,
rescátame de las garras de esta Nada que cada noche se convierte en Todo,
espanta la miríada de luciérnagas que aletea sombras en torno a mi cama,
conquista el derecho a penetrar en mis sueños, a violentar mi inconsciente, a
generar un verso suicida que abra la ventana y se arroje a las vías del tren.
Bosteza, antes de que termine la música y nuestras manos olviden los pasos del
vals de los fantasmas sin goznes. Cierra la puerta. Sé la barrera que media
entre su locura y mi falta de cordura. Abraza el grito que estalla cuando se
quiebra la punta del iceberg. Moldéalo a tu imagen y semejanza. Juega a ser
Dios, pero sábete hombre, hijo del polvo, pendiente de regresar a su origen. Tú
también eres misterio, aunque no seas consciente del temblor.
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