Piernas que tiemblan como un castillo de naipes en medio del epicentro del terremoto de San Francisco y que se derriten como mantequilla encima de un radiador a plena potencia.
Agujero negro en el estómago, en el que todo lo que entra desaparece sin ningún tipo de explicación, que agobia y marea si tratas de vislumbrar el fondo desde el borde de una fina frontera expansiva.
Llaves que no entran en la cerradura del candado de tu alma, pero que abren miles de puertas alternativas que conducen a estatuas encerradas dentro de verdes laberintos sinuosos e intrincados.
Tiempo ralentizado, incapaz de contener un día acelerado.
Apneas arrítmicas que se adueñan de pulmones de escasa capacidad que tratan por todos los medios de cazar un par de partículas de oxígeno.
Personas que aparecen y desaparecen imitando al indeciso Guadiana.
Carreras lentas para llegar al final de avenidas interminables.
Sirenas de policía quebrando el aire soleado de un campo de golf urbano.
Césped acolchado y desinfectado.
Garrapatas suizas aniquiladas antes de tiempo.
Autobuses rojos, autobuses azules, autobuses capicúas, que se escapan entre los dedos que tratan de apresar la lejana parada atestada de futuros pasajeros.
Caderas tratando de tocar el hombro impulsadas con la fuerza de abdominales perezosos y débiles.
Ganas incontenibles de trepar la enredadera de tus pensamientos y llegar hasta tu centro neuronal.
Ganas incontenibles de saltar hasta la estrella polar.
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