Recé, mis dedos entrelazados como escarpias, estrangulando la sangre que normalmente colorea mis nudillos. Te pedí un milagro y me lo concediste, pero no de la magnitud que yo buscaba. Él lloraba. Ella callaba. Yo sólo quería caminar descalza sobre el asfalto, su abrazo crucificado entre mis hombros, silencio en llamas, su sombra amplificada en mi pared. El Mar Rojo no se abrió, pero una leve brisa agitó la superficie de sus aguas. Las mariposas duermen, pero hay tsunamis que no dependen del aleteo de sus alas. Nadie quiere aceptar la necesidad de lo ocurrido. El dolor es un profesor que exige demasiado a sus alumnos. Mejor colorear de negro una suerte algo más pálida. Él lloraba. Ella callaba. Yo sólo quería ahogarme en aguas menos densas que sus lágrimas. Debería dar las gracias, pero si abro la boca mancharé de tinta el cartílago que aún sustenta la fe de los agnósticos. No importa. Sé que nadie entendió nunca la auténtica dirección de mis palabras, pero él intuye con tanta precisión la profundidad de mis marismas... La noche no termina, por más que el sol escupa fuego sobre la arena del desierto, vagar eterno, sed agrietada de lamentos. Nuestros pies recorren caminos ya horadados. La castigada piel riega con sangre la tierra arrebatada a sus ancestros. La muerte hoy no quiere segar nuestras gargantas, pero sus secuaces siguen acechando nuestro rastro. Tranquilo. Las hienas no son tan veloces como el eco de sus carcajadas. Él lloraba. Ella callaba. Yo sólo quería que el grito no estallara. Pero la copa cayó, esquirlas de cristal en nuestros ojos, laringes desgarradas de impotencia, un pantano de tristeza en su sonrisa y yo caballo de Atreyu entre sus labios.
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