Era fácil. Sólo tenías que marcharte, convirtiendo en irrevocable esta decisión que nunca he terminado de aceptar. Pero volviste, entreabriendo de nuevo la puerta a la posibilidad de que el quizá pudiera llegar a ser real. Te odié por ello. Te odié tanto que podría haber llegado a quererte para siempre, pero la eternidad duró sólo unos segundos, el tiempo suficiente para que te metamorfosearas en una pequeña astilla enquistada en el dedo gordo del pie (molesta un poco al andar, pero nunca llegará a ser mortal). Somos agua que se escurre entre los dedos del destino, pero, por mucho que tratemos de escapar de entre sus garras, una parte de nosotros permanecerá siempre retenida en el cuenco de sus manos. Lo he intentado. Seguiré haciéndolo, pero puede que la astilla, algún día, se convierta en puñal que rasgue mi carne en telón abierto de par en par. Puede que te asustes al contemplar desnudas mis entrañas o puede que te enamores de todo aquello que siempre has tratado de ignorar. No depende de ti. Tampoco de mí, pero tal vez sea yo quien deba marcharse.
Blog en el que buceo en universos paralelos distantes y distintos encerrados en el centro de un protón del núcleo del átomo de mi existencia.
miércoles, 19 de octubre de 2016
jueves, 6 de octubre de 2016
Cuando las gaviotas se tiñan de luto
Fue un año gris, lleno de destellos de luz que, por un instante, consiguieron espantar todas las sombras. Pero la oscuridad terminó por imponerse, tus ojos anegados de petróleo, mi corazón ahumado de presciencia. Traté de salvarnos del desastre, achicar las tinieblas que amenazaban con hundir la endeble barca que sostenía nuestra fe en lo imposible; pero mis brazos, agotados de escarbar en la negrura, terminaron por rendirse a la evidencia de que tu pasividad era tan decidida como inamovible. Te miré, con la misma incomprensión con la que contemplo los absurdos cuadros de Miró. Tú volviste la cara hacia la orilla y, por primera vez, entendí que nunca te atreverías a adentrarte en mis marismas. El viento azotaba nuestros rostros, endureciendo la carne que ambos nos negábamos a regar con lágrimas. Ocurrió poco a poco, casi sin que ni tú ni yo nos diéramos o, más bien, nos quisiéramos dar cuenta. Ni siquiera sabría decir si caímos o nos tiramos por la borda. Tú nadaste hacia tierra. Yo floté hacia el epicentro del océano. Serás feliz en tu desgracia y yo me alegraré de mi desdicha; aunque, tal vez, algún día, cuando las gaviotas se tiñan de luto y las alimañas dejen de arrastrarse sobre el suelo, podamos tatuar nuestro futuro sobre esta pizarra que hoy resulta tan hostilmente inapelable.
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