Era fácil. Sólo tenías que marcharte, convirtiendo en irrevocable esta decisión que nunca he terminado de aceptar. Pero volviste, entreabriendo de nuevo la puerta a la posibilidad de que el quizá pudiera llegar a ser real. Te odié por ello. Te odié tanto que podría haber llegado a quererte para siempre, pero la eternidad duró sólo unos segundos, el tiempo suficiente para que te metamorfosearas en una pequeña astilla enquistada en el dedo gordo del pie (molesta un poco al andar, pero nunca llegará a ser mortal). Somos agua que se escurre entre los dedos del destino, pero, por mucho que tratemos de escapar de entre sus garras, una parte de nosotros permanecerá siempre retenida en el cuenco de sus manos. Lo he intentado. Seguiré haciéndolo, pero puede que la astilla, algún día, se convierta en puñal que rasgue mi carne en telón abierto de par en par. Puede que te asustes al contemplar desnudas mis entrañas o puede que te enamores de todo aquello que siempre has tratado de ignorar. No depende de ti. Tampoco de mí, pero tal vez sea yo quien deba marcharse.
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