Fue un año gris, lleno de destellos de luz que, por un instante, consiguieron espantar todas las sombras. Pero la oscuridad terminó por imponerse, tus ojos anegados de petróleo, mi corazón ahumado de presciencia. Traté de salvarnos del desastre, achicar las tinieblas que amenazaban con hundir la endeble barca que sostenía nuestra fe en lo imposible; pero mis brazos, agotados de escarbar en la negrura, terminaron por rendirse a la evidencia de que tu pasividad era tan decidida como inamovible. Te miré, con la misma incomprensión con la que contemplo los absurdos cuadros de Miró. Tú volviste la cara hacia la orilla y, por primera vez, entendí que nunca te atreverías a adentrarte en mis marismas. El viento azotaba nuestros rostros, endureciendo la carne que ambos nos negábamos a regar con lágrimas. Ocurrió poco a poco, casi sin que ni tú ni yo nos diéramos o, más bien, nos quisiéramos dar cuenta. Ni siquiera sabría decir si caímos o nos tiramos por la borda. Tú nadaste hacia tierra. Yo floté hacia el epicentro del océano. Serás feliz en tu desgracia y yo me alegraré de mi desdicha; aunque, tal vez, algún día, cuando las gaviotas se tiñan de luto y las alimañas dejen de arrastrarse sobre el suelo, podamos tatuar nuestro futuro sobre esta pizarra que hoy resulta tan hostilmente inapelable.
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