Hay cosas a las que tenemos que enfrentarnos: las flores que se pudren en el jarrón, como recuerdos imposibles de amputar, que envenenan poco a poco nuestros sueños, hasta convertir al insomnio en nuestra única opción de redención; el polvo que descansa en la repisa del salón, emborronando todas las verdades que no nos atrevemos a decir, ensuciando la esperanza de un futuro sin secretos, embarrando los caminos que una vez condujeron a Oz; la copa que, aunque agrietada, no termina de romperse, heroico bastión que resiste tanto los embates de las huestes enemigas como la cobardía de unos defensores que hace mucho que perdieron su fe en la victoria; el mosquito espachurrado contra la pared, más sangre que cadáver, efímera y volátil existencia convertida en cuadro abstracto que cualquier galerista de Nueva York mataría por tener en sus vitrinas. Hace frío o, quizá, no. Tal vez sólo tengamos fiebre y sed y hambre y únicamente exista en el mundo una persona capaz de extinguir nuestros incendios, hidratar nuestros resecos labios y colmar el vacío que se agazapa tras el telón de nuestro ombligo. O, a lo mejor, no sea ése el verdadero peligro que nos ronda. Hay miradas que lo dicen todo, incluso aquello de lo que el corazón tanto reniega. Y sé que piensas que todo ha terminado, que sobreviviste indemne al deseo inacabado; pero, cuando ya no signifiquen nada para ti, todas estas canciones seguirán hablando de nosotros.
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