Mis manos están dormidas. Sólo tu piel podría despertarlas, pero sé de sobra que tu epidermis jamás volverá a entrar en contacto con las yemas de mis dedos. Hay decisiones que no se toman, sino que nos toman por sorpresa y en contra de nuestra voluntad, pero ésta no es una de ellas. Éste es el resultado de nuestra testaruda omisión de las palabras y acciones que habrían podido evitar el naufragio del Titanic. Ambos queríamos chocar contra el iceberg, dejar que el hielo rasgara nuestras tripas, ahogarnos en el frío de una interminable y acuosa noche atlántica. Aceptamos el desastre, nos sumergimos dócilmente en sus profundidades más tenebrosas y culpamos al destino de todo aquello que podríamos haber ahuyentado con un leve movimiento de nuestros labios. Espalda contra espalda, comenzamos a contar los pasos preceptivos para iniciar este duelo al anochecer. Yo tropiezo. Tú pierdes la cuenta. Yo repto hasta el borde del abismo. Tú caminas hacia el horizonte vespertino. Es fácil. Basta con darnos la vuelta y disparar al vacío, pero tenemos tanto miedo de errar el tiro... A veces, aún pienso que todo lo que no fue podría haber sido. Otras, tú me demuestras todo lo contrario. A veces, tú tratas de negar las evidencias. Otras, yo te ayudo a creerte tus mentiras. Y continúa rodando la aterrada cámara, sin que el sádico director se atreva a censurar los delirios del psicópata guionista. Todos los espectadores ansían el comienzo del derramamiento de sangre, sin darse cuenta de que tus hemorragias y las mías siempre serán internas. Abrázame, hasta que despiertes de esta pesadilla.
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