Era un atardecer perfecto, la puesta de sol idónea para la persona más triste del universo, un final adecuado para todo aquello que nunca nos atrevimos a empezar. Era un sol ambivalente, misericordioso a la par que cruel, hirientemente hermoso a la vez que reconfortantemente deprimente. Era un ocaso envejecido, construido sobre mil ocasos precedentes, un crisol de colores antediluvianos, un lienzo fauvista, una orgía cromática, un cielo tan enfurecido como avergonzado, el atardecer perfecto, pero eso ya lo he dicho al comienzo de estas líneas, aunque quizá debería aclarar que yo era en ese momento la persona más triste del universo, no porque tuviera un verdadero motivo para ello, sino porque nunca supe poner fin al llanto con el que todos nos despedimos del útero materno. El día terminaba, el sol se derretía sobre el horizonte, mi corazón ardía y tú... Tú... Tú hacía tiempo que ya no compartías mis angustias. El taxista conducía como alma que lleva el diablo, yo sólo quería vomitar y el cielo era un alquimista puesto hasta las cejas de anfetas y alcohol. Me acordé de ti o, mejor dicho, de ti y de mí, de aquel otro taxi inundado de lluvia, de ese otro atardecer perfecto en el que nunca llegamos a vislumbrar el fallecimiento del astro rey. Haz que el mundo se detenga, que el tiempo gire en sentido inverso, que nuestras mentes callen y nuestras tripas hablen. Puede que el amor no triunfe, pero deberíamos dejar que, por una noche, nuestros cuerpos se tomen la revancha. Fenece la luz y yo continúo persiguiendo tu fantasma entre las tinieblas de una ciudad que nunca has habitado. ¿Cuándo volverán a colisionar nuestros insomnios?
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