Bradbury se equivocaba o, mejor dicho, se quedó corto.
Efectivamente, los libros fueron los primeros en caer. Como a todo aquello a lo que se pretendía demonizar en aquellos días, se los acusó de ser una de las principales causas de destrucción del medio ambiente. Obviamente, el imperdonable pecado sólo resultaba predicable del papel, pero pronto encontraron una excusa para prohibir los libros en cualquier otro tipo de formato: su contenido resultaba fácilmente manipulable, lo que atentaba contra el derecho a la propiedad intelectual de sus autores. Sí, el alambicado argumento resultaba algo incongruente; pero, seamos sinceros, los lectores son personas eminentemente individualistas y no fueron capaces de organizar ningún tipo de resistencia.
El resto de disciplinas artísticas tardaron algo más en sucumbir, pero fueron cayendo de manera tan lenta como inexorable. Nadie dijo nada. El Estado sabía lo que nos convenía a los ciudadanos y, aunque sus razones no siempre fueran completamente lógicas, sí que eran taxativas.
También yo callé cuando me privaron del eje de mi existencia, pero la hiel de la injusticia sin denunciar fue envenenándome por dentro, hasta reventarme las entrañas. Entendedme bien, habría sido relativamente sencillo convivir con la censura, saber que no tendría plena libertad para configurar el contenido de mi obra, incluso verme forzado a adaptarlo plenamente al discurso oficial; pero privarme de la posibilidad de capturar imágenes… Sí, podría haber renunciado a contar historias, pero que me arrebataran el placer de inmortalizar el vaivén de las olas… ¿Qué podía haber de malo en rodar algo tan aséptico? Pero ellos sabían que incluso eso revela una forma de pensar o, al menos, de sentir; que quien decide perderse en el mar es diferente del que aborrece del salitre de la costa; que quien empuña una cámara lo hace siempre para contar algo o para recordar algo en el futuro. Sí, ellos sabían lo que hacían, aunque nunca fueran sinceros al explicarnos sus motivos.
Un mundo sin cine es un mundo en el que no merece la pena vivir, me digo mientras rasgo mis venas sumergidas en una bañera de hielo. Y, luego, ese otro pensamiento: alguien capaz de destruir la obra de Hitchcock merece arder en el infierno (mi sangre diluyéndose en el agua, anestesiando la angustia que borbotea en el centro de mi estómago).
Todo acabará pronto. Trato de visualizar mi muerte en 78 planos y 52 cortes, igual que la escena de la ducha de “Psicosis”. No, no puedo hacerlo, eso sólo está al alcance de un genio. No hay dolor. Sólo sueño y cansancio e imágenes fugaces como estrellas a las que no da tiempo a pedir un deseo. “Encadenados”, “El extraño”, “El gran dictador”, “13 minutos para matar a Hitler”, “Esta tierra es mía”, “Esta tierra es mía”, “Esta tierra es mía” … Un eco: “La lucha es muy dura. No sólo hay que luchar contra el hambre y contra la tiranía. Hemos de luchar primero contra nosotros mismos…Todos somos culpables por hacer posible la ocupación…Otros hombres querrán destruir este libro. Es posible que acabe en el fuego, pero no lo borrarán de la memoria. Vosotros lo recordaréis siempre y de ahí vuestra enorme importancia”. 1943. Jean Renoir, dame una millonésima parte de tu valentía y tu talento.
No, no puedo morir. No así. No puedo permitir que se ahoguen todos los fotogramas y palabras que ellos tratan de extirpar de nuestra memoria. Sé que vosotros también los recordáis, que también reísteis y llorasteis con historias que, quizá, no fueran tan ficticias, que también sabéis cómo combatir el Horror, aunque aún no os atreváis a hacerlo.
Reúno las pocas fuerzas que me quedan para salir de la bañera y utilizo un par de toallas para tratar de amordazar las dos heridas por las que se me escurre la vida. Llamo a urgencias. Dense prisa, por favor.
Sé que no es demasiado tarde. Casi nunca lo es, pero me quedaría más tranquilo si no hubieran requisado mis cámaras y pudiera grabar este mensaje, asegurarme de que me convierto en el profesor que despierta la conciencia de sus adormecidos alumnos. Si no sobrevivo, ¿quién os dirá todo lo que ellos no quieren que escuchéis?
Ya oigo la sirena de la ambulancia. Sólo he de aguantar un poco más. Los buenos siempre vencen, incluso cuando los malos creen haberlos derrotado. Un jovencísimo Hawke sobre la mesa: “¡Oh capitán, mi capitán!”. La chispa que prende la cerilla. El estallido de la revolución.
Fundido en negro. Final abierto. “Realmente, mañana será otro día”.
Efectivamente, los libros fueron los primeros en caer. Como a todo aquello a lo que se pretendía demonizar en aquellos días, se los acusó de ser una de las principales causas de destrucción del medio ambiente. Obviamente, el imperdonable pecado sólo resultaba predicable del papel, pero pronto encontraron una excusa para prohibir los libros en cualquier otro tipo de formato: su contenido resultaba fácilmente manipulable, lo que atentaba contra el derecho a la propiedad intelectual de sus autores. Sí, el alambicado argumento resultaba algo incongruente; pero, seamos sinceros, los lectores son personas eminentemente individualistas y no fueron capaces de organizar ningún tipo de resistencia.
El resto de disciplinas artísticas tardaron algo más en sucumbir, pero fueron cayendo de manera tan lenta como inexorable. Nadie dijo nada. El Estado sabía lo que nos convenía a los ciudadanos y, aunque sus razones no siempre fueran completamente lógicas, sí que eran taxativas.
También yo callé cuando me privaron del eje de mi existencia, pero la hiel de la injusticia sin denunciar fue envenenándome por dentro, hasta reventarme las entrañas. Entendedme bien, habría sido relativamente sencillo convivir con la censura, saber que no tendría plena libertad para configurar el contenido de mi obra, incluso verme forzado a adaptarlo plenamente al discurso oficial; pero privarme de la posibilidad de capturar imágenes… Sí, podría haber renunciado a contar historias, pero que me arrebataran el placer de inmortalizar el vaivén de las olas… ¿Qué podía haber de malo en rodar algo tan aséptico? Pero ellos sabían que incluso eso revela una forma de pensar o, al menos, de sentir; que quien decide perderse en el mar es diferente del que aborrece del salitre de la costa; que quien empuña una cámara lo hace siempre para contar algo o para recordar algo en el futuro. Sí, ellos sabían lo que hacían, aunque nunca fueran sinceros al explicarnos sus motivos.
Un mundo sin cine es un mundo en el que no merece la pena vivir, me digo mientras rasgo mis venas sumergidas en una bañera de hielo. Y, luego, ese otro pensamiento: alguien capaz de destruir la obra de Hitchcock merece arder en el infierno (mi sangre diluyéndose en el agua, anestesiando la angustia que borbotea en el centro de mi estómago).
Todo acabará pronto. Trato de visualizar mi muerte en 78 planos y 52 cortes, igual que la escena de la ducha de “Psicosis”. No, no puedo hacerlo, eso sólo está al alcance de un genio. No hay dolor. Sólo sueño y cansancio e imágenes fugaces como estrellas a las que no da tiempo a pedir un deseo. “Encadenados”, “El extraño”, “El gran dictador”, “13 minutos para matar a Hitler”, “Esta tierra es mía”, “Esta tierra es mía”, “Esta tierra es mía” … Un eco: “La lucha es muy dura. No sólo hay que luchar contra el hambre y contra la tiranía. Hemos de luchar primero contra nosotros mismos…Todos somos culpables por hacer posible la ocupación…Otros hombres querrán destruir este libro. Es posible que acabe en el fuego, pero no lo borrarán de la memoria. Vosotros lo recordaréis siempre y de ahí vuestra enorme importancia”. 1943. Jean Renoir, dame una millonésima parte de tu valentía y tu talento.
No, no puedo morir. No así. No puedo permitir que se ahoguen todos los fotogramas y palabras que ellos tratan de extirpar de nuestra memoria. Sé que vosotros también los recordáis, que también reísteis y llorasteis con historias que, quizá, no fueran tan ficticias, que también sabéis cómo combatir el Horror, aunque aún no os atreváis a hacerlo.
Reúno las pocas fuerzas que me quedan para salir de la bañera y utilizo un par de toallas para tratar de amordazar las dos heridas por las que se me escurre la vida. Llamo a urgencias. Dense prisa, por favor.
Sé que no es demasiado tarde. Casi nunca lo es, pero me quedaría más tranquilo si no hubieran requisado mis cámaras y pudiera grabar este mensaje, asegurarme de que me convierto en el profesor que despierta la conciencia de sus adormecidos alumnos. Si no sobrevivo, ¿quién os dirá todo lo que ellos no quieren que escuchéis?
Ya oigo la sirena de la ambulancia. Sólo he de aguantar un poco más. Los buenos siempre vencen, incluso cuando los malos creen haberlos derrotado. Un jovencísimo Hawke sobre la mesa: “¡Oh capitán, mi capitán!”. La chispa que prende la cerilla. El estallido de la revolución.
Fundido en negro. Final abierto. “Realmente, mañana será otro día”.