Esta vez el campo no está minado. Tú no estás y yo no tengo miedo de que el azar vuelva a hacer que colisionen nuestros pasos y es esa ausencia de miedo la que me impide caminar. ¿Qué sentido tiene tratar de esquivar tu trayectoria si ya no orbitamos en el mismo universo? Te odio por dejar que te dejara marchar. Me odio por hacerte creer que eso era justo lo que yo quería. No hablo de kilómetros, sólo de distancia. Y silencio. Helado. Cortante y apuñalador. Y quisiera romper el botellín de cerveza y rasgar tu carótida con los puntiagudos picos de sus restos, contemplar cómo fluye tu sangre, no para verte fallecer, sino para saber que aún sigues vivo, para exteriorizar la hemorragia y no permitir que los humores negros contaminen nuestras venas. Pero tú prefieres morir a derramarte sobre mí y yo estoy cansada de ser la única que se raja las muñecas, de suicidarme en solitario y rezar para que acudas a mi entierro. Vete, termina de marcharte de una vez, júrame que tu huida resulta irrevocable y yo, a cambio, te (d)escribiré siempre.
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