Comprábamos cervezas en los aeropuertos y nos las bebíamos los viernes por la noche, justo antes de quedarnos dormidos en el sofá. Madrugábamos los sábados, casi como si de un día entre semana se tratara. Hacíamos la compra y lamentábamos no tener un perro al que pasear. Comíamos con alguna pareja de amigos y ahogábamos la tarde entre gin tonics y panchitos. Follábamos al llegar a casa, de forma deslavazada y absurda, pero jodidamente real. Nos dormíamos mirándonos a los ojos, como estúpidos adolescentes que aún no han sido golpeados por el mundo. El domingo nos atrincherábamos en la cama hasta la hora de comer. No existía el mundo más allá de nuestras sábanas. Tú y yo, licuándonos bajo el sopor del edredón hasta que nuestras tripas rugían, reclamando algo de sustento. Y cocinábamos, como si aún tuviéramos todo el día por delante, como si el lunes no yaciera agazapado a la vuelta de la esquina. Y comíamos como bulímicos y reíamos como maníacos y naufragaba tu cuerpo en las mareas de mi vientre y crujía mi deseo entre tus dedos y moría la semana entre temblores y dormíamos como si jamás tuviésemos que volver a despertar. Ya no hay fines de semana, sólo días de diario y carne putrefacta por falta de lubricación. Ya no hay cervezas extranjeras, ni ojos de agua que traspasen mi oscuridad, sólo Riojas recomendados por enólogos e insomnios áridos como estepas soviéticas. Ya no queda nada, sólo recuerdos que acrecientan el vacío: tu sonrisa arrancando unas tenues patas de gallo a la comisura de tus párpados, el ámbar, los cuervos, la sangre.
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