Era una vida extraña, plagada de curvas que sólo podían tomarse invadiendo el sentido contrario. O, tal vez, era yo la rara y revirada, sinuosa ese sin principio ni final. Anhelaba caminos rectos, pero lo cierto es que siempre me adentraba en los senderos más tortuosos que encontraba. Así fue como nos conocimos. También como nos perdimos, prófugos sin éxito, atrapados en alambre de espino, Cristos sin corona ni cruz, pero igualmente heridos hasta el hueso. Soltaste mi mano antes de que el dolor me arrebatara el grito y yo caí en la anestesia de tu indiferencia más brutal. No supe digerir el duelo, sino que vomité nuestra historia entre convulsiones etílicas y lágrimas de rabia. Nadie entendió realmente de qué hablaba. Ni siquiera tú, siempre empeñado en utilizar prismáticos para estudiar lo que tienes más cerca. Y continué caminando, marcando mi ruta hacia el cadalso con migajas de mi carne. Y bailé bajo las ramas del desastre. Y morí desangrada entre tus dedos, en lugar de víctima del miedo.
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