Me equivoqué. No debí apartar del fuego las yemas de mis dedos. Tuve miedo de ser otra vez bruja en la hoguera, sin darme cuenta de que hay mujeres que sólo SOMOS entre las llamas. Te dejé ir, tratando de convencerme de que era por el bien de los dos. Tú merecías ser feliz, aunque no fuera conmigo. No te costó aceptarlo. Te odié por ello, sin ser consciente de que, para dejarme atrás, habías tenido que amputar una ciudad entera de tu vida. ¿Has podido volver o aún sigue siendo tu Chernóbil? Yo regresé mucho antes de lo que me juzgaba capaz. Nada había cambiado, pero todo era distinto. Caminaba orgullosa entre las minas, la cabeza bien alta, convencida de que, por fin, había logrado extirparte de mi sistema nervioso; hasta que, el último día, todo saltó por los aires (la bomba atómica habita en los detalles, mi pecho es Hiroshima y también Nagasaki). El cielo ardía y tu mirada de lluvia ya no se licuaba junto a mí. Me juré que no volvería a pasar, pero tu nombre aún es una bala que silba junto a mi sien. ¿Dónde me escondo yo? ¿En la brisa preñada de sal que corta tu cara poco antes de Navidad? ¿En la copa de vino que apuras de un trago antes de volver a tu asiento? ¿En cada tren que no llega a tiempo? ¿Cuál es el gatillo que dispara mi recuerdo?
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