Volveremos a encontrarnos. El día más inapropiado de nuestro maldito calendario. En la ciudad menos calcinada de esta tierra agostada por el sol. Ambos fingiremos que no nos hemos visto. Caminaremos unos pasos. Dudaremos. Como antes. Como siempre. Entonces, nos daremos la vuelta. Nuestras miradas colisionarán antes de tener la oportunidad de arrepentirnos y, sin que podamos hacer nada por evitarlo, volveremos a estar allí, atascados en un coche bajo la lluvia, el mismo sobre el que, unos años después, cantará Matt Berninger, sólo que nosotros callaremos todo aquello que deberíamos haber dicho y ese silencio será el ataúd que garantice el descanso eterno de nuestro amor. Sí, regresaremos allí y nuevamente decidiremos no despegar los labios, el agua se precipitará errática por el limpiaparabrisas y ambos pensaremos lo mismo, sin atrevernos a verbalizarlo. No, no se trata de corregir el error, sino de habitarlo, de convertirlo en abrigo y hogar, en faro que nos resguarde de la tormenta. Pero, algún día, quizá, yo decida abrir la puerta, salir al exterior y gritar mientras me empapo bajo el aguacero del único país al que amo y odio con la misma intensidad que al propio. Y, tal vez, tú también consideres que ha llegado el momento de dejar que la tempestad sacuda tus más firmes cimientos. Ambos ataques transitorios de locura se evaporarán al contacto con el primer rayo de sol, como vampiro al despuntar la aurora, como el sudor de quien por fin ha dejado de correr tras un imposible. Tú me preguntarás "¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo!" Y yo mentiré: "Muy bien. Y tú, ¿qué tal?" Y todas las palabras que no significan nada inundarán de vacío nuestras bocas, mientras la verdad que jamás osaremos afrontar nos revienta desde dentro: "Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré".
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