Hay cadáveres sobre mi colchón. Me miran, con los ojos vacíos, colmados de ausencia, huecos de amor. ¿Y yo? ¿Sobre qué camas permanezco muerta mucho después de haberme ido? Oigo voces, murmullos de ultratumba, roce de sábanas, tintineo de cadenas contra el suelo. ¿Son ellos o soy yo quien los profiere? ¿Quién habla a través de mis labios cuando sólo la luz de la luna llena alumbra los trazados de mi mano? Hay espíritus que me son ajenos, pero que tocan el xilófono de mis costillas cada madrugada. Mi corazón late al ritmo de su melodía. Quisiera desacompasarlo, pero no sé cómo hacerlo. Soy la caja de resonancia del más allá, órgano oxidado de iglesia, tambor destemplado de Viernes Santo. A veces veo tu fantasma en la penumbra. Se ríe de mí y de mis vanos intentos de atraparlo en unas líneas que trasciendan el olvido. O puede que no, que la burla proceda del espejo, que tu espectro me deshabitara hace ya demasiado tiempo y que esto que me ronda no sea más que una sombra de mi sombra.
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