Nada acaba. Todo vuelve. A veces, con mucha más fuerza de la que se fue. El parpadeo de un amanecer preñado de posibilidades, el ardor de un mediodía dilatado de hartazgo, el ocaso de un atardecer que se diluye en el infinito. Suturo heridas, sabiendo que el hilo no podrá contener eternamente la sangre que amenaza con desgarrar la carne nuevamente. El amor y el odio golpeando desde dentro. La indecisión siempre titilando entre los labios. Cierro con llave puertas que se abren a la menor ráfaga de viento. El destino me viola de dentro a afuera y, luego, en sentido contrario. Lanzo conjuros que, en lugar de ahuyentarlo, avivan el huracán y, entonces, vuelo, por encima del miedo y el deseo, alto, tan alto que no distingo si hay o no red que proteja mi caída. Ya no hay vértigo, sólo nostalgia de los tiempos de ignorancia, de la paz inherente a la ceguera, de la culpa como coartada de la inacción. Es ésta una convulsión constante que contorsiona mi cuerpo desde la punta de mis pies hasta la última brizna de pelo de mi cabeza, amenazando con guillotinar mi lengua de un bocado, sin destello inicial que premonice su llegada. Y, en medio del ataque, nos veo, todos los futuros abortados, el pasado enquistado en neuronas terminales, este presente ansioso, empeñado en vendernos espejismos, peligros que sólo nacerán si creemos en ellos, trompetas apocalípticas y profecías de cieno. Nada acaba. Todo vuelve. A veces, con mucha más fuerza de la que se fue. La infantil risa que enlaza la carne de los nuevos amantes, el firme abrazo de la luz del faro que nos alumbra en la tormenta, el maduro adiós de quien acepta el final sin tratar de dilatarlo, TÚ.
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