Lisboa se vuelve a agitar. Hay quien dice que es el preludio de lo que vendrá, pero a mí me parece un eco del apocalipsis de mediados del siglo XVIII. No me hagáis caso. Yo siempre busco el origen del desastre, el epicentro del horror, la génesis del cataclismo. Ya no me preocupa lo que vendrá, pero sigo obsesionada con lo que fue sin que nadie lo contara, los detalles que todos pasaron por alto, el ángulo que ninguna vela se atrevió a alumbrar. Buceo en todo aquello que no nos decimos, remuevo el limo de las profundidades abisales de tu corazón y, cuando los monstruos marinos amenazan con triturarme entre sus fauces, entiendo que yo nací para inmolarme y tú para salvarme de morir ahogada. Sí, tú eres oxígeno, aire sin mácula, tritón de tierra firme. ¿Y yo? Cuerpo sin instrucciones ni medidas de seguridad, lava atragantada en la boca del volcán, embriaguez inerte, incapaz de intoxicar la sangre y nublar el aliento. No, no tengo excusa ni propósito de enmienda: siempre estoy serena cuando me extasío. Por eso resulta tan difícil vallar mi mente y embridar mi ímpetu, esta energía que se condensa esféricamente en la palma de mis manos, que crece a cada paso que palpito y que, cuando menos lo esperemos, estallará, asolándolo todo a su paso. Tranquilo. Para construir un nuevo mundo es necesario destruir el previo. No, tienes razón. Yo no quiero crear nada. Sólo aspiro a conservar lo viejo, esa humanidad prehistórica que otros atacan con denuedo, porque saben que en ella reside la verdad, todo lo que perdimos tras el fuego. Así que deja que tiemble Lisboa, que se resquebraje el suelo que sostiene nuestros miedos y se desparramen las entrañas de la Tierra. Sumérgete en el caos ardiente de un apocalipsis en plena ebullición. Desbroza todo lo superfluo y fúndete en el núcleo. Y, entonces, VIVE.
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