La descongelación duele casi tanto como su contrario. Por eso no permito que el radiador de tus manos derrita mis costados. Fueron muchos los pecados ocultados. Demasiados sentimientos embotellados. Animales imantados. Reyes destronados. Asnos coronados. Dioses aplastados. Saltarás desde el tejado, esparciendo tus sesos en picado, sin escuchar mis gritos demudados, ni atender a mis ojos degollados. No puedo dormir al fuego ni broncearme en el desierto. Necesito seguir helada, estática y callada. Si me muevo, se quebrará mi alma. Si te respiro, se rasgará mi calma. Demasiados días fuera de casa. Tenía que haber regresado al sonar la primera alarma, pero permanecí desnuda a merced del viento y ya no queda nada de los que tenía dentro. Si cierro los párpados, te sueño muerto. Al despertarme, te pierdo. Poco importa lo que sufra, esta noche necesito derretirme entre tus labios, licuarme dentro de tu boca, descender el tobogán de tu esófago y fallecer corroída por los jugos gástricos de tu estómago. Todo lo demás ya no me importa. Pero nada ocurre. Tú no estás en esta habitación de hotel, sino a un número indeterminado de kilómetros que nunca he sabido cómo calcular. Mi piel fría busca el calor de los tubos de calefacción que reptan bajo el suelo de este cuarto, tan impecable como impersonal. Mi pecho se tritura contra las baldosas que imitan madera. Unas tijeras invisibles desgarran la cremallera de mi espalda. Soy sólo un águila ensangrentada, que se ahoga antes de llegar el alba.
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