A pesar de tanto tiempo, aún hay pedazos de tu cuerpo que recuerdan el destierro. Olvidaste el momento en el que emitiste el último lamento. Escribes a oscuras, imaginando que una tinta blanca y fluorescente rasga la negrura del techo de tu cuarto. Tus manos atadas al borde de la cama ya no hablan, sólo callan. Tus labios balbucean excusas que nadie entiende ni comprende. Cuando se encienda la luz habitarás el reino de las sombras. Ahora no. Ahora que las tinieblas se enroscan alrededor de tus tobillos duermen todos tus miedos. Dicen que la mayor parte de los ciegos son valientes, pero tú sólo temes lo que ves, no lo que permanece oculto. En la sexta estantería de esta noche interminable se apolilla un libro que sólo puede leerse con el metrónomo de una mecedora junto al fuego. Allí se esconde el código de seguridad que evita la apertura de las puertas del infierno. En contra de lo que todos piensan, yo ya no te quiero, pero mi lengua lame la pintura plástica de las paredes que coloreaste, tratando de envenenar el curvilíneo deseo que desboca mis caderas. Cuando el sol viole el cristal de mis ventanas, yo cerraré los ojos para no ver los peligros que me acechan. El fantasma de tus dedos es alargado y retorcido. El viento murmura maldiciones entre las hojas de los tilos.
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