Somos dos torres gemelas que se derrumban ante el ataque del primer avión que atenta contra nuestra felicidad. El amor nunca es eterno, pero así es como lo soñamos para poder dormir. Nuestras vidas se desploman cubriendo de polvo a todos los que nos rodean. Resulta imposible calcular el número de heridos, pues todos tratan de maquillar los daños, creyendo que el dolor sólo existe cuando se materializa en un quejido. Finjamos que no existen los finales, que el odio es siempre transitorio y que, algún día, seremos capaces de perdonarnos, sino al otro, al menos, a nosotros mismos. Asistamos a clases de teatro para aprender a actuar como autómatas civilizados. Dejemos de pronunciar palabras de colmillos afilados, limpiémonos la sangre que ahora colorea las comisuras de nuestros labios y, sonrientes, deseémonos buena suerte, con la convicción de quien siempre obtiene lo contrario de aquello que querría. Abracemos la libertad de la soledad, antes de que los monstruos que se esconden bajo nuestras uñas desgarren la última esperanza de una futura reconciliación.
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