El final siempre es el mismo, pero son múltiples los caminos que conducen al abismo. Tus labios, sombra quebrada en la pared. Mis dedos, ramas lubricadas con gasolina, madera seca, crujiente espera, leños agrietados, a punto de empezar a arder. ¿Por qué no huir si aún tenemos tiempo? ¿Por qué rendirnos a la evidencia del deseo? Yo sólo quiero salir corriendo, una vez más, desembarazarme de esta soga que me asfixia, olvidar que, después de tanto tiempo, te encontré sin ya buscarte. Pero no puedo. Mis pies ya sólo recorren el sendero que tus palabras trenzaron para mí. Soy esclava de una idea tan inconstante como etérea. Arrodíllate. Rinde culto a la barbarie. No somos dioses. Tampoco humanos. Sólo somos carne contra carne, sangre que fluye a contracorriente, viento golpeando los cristales, piel resquebrajada que cicatriza a lengüetazos de saliva. Ya no hay huecos, sólo una masa informe ocupando el espacio antes vacío. Tiembla la noche. También el día. Yo ya no veo. Sólo te siento. Palpo cada latido que bombeas lejos de mí. Tu corazón sólo se detiene entre mis manos. El tiempo ya no existe, pero ellos siguen contabilizando el transcurso de los años. ¡Cuántos minutos malgastados tratando de medir las respiraciones que nos restan! Abrázame. Exhala tu aliento entre mis dientes. Recita tus penas sin ceniza. ¿Por qué reír sin lágrimas? ¿Por qué llorar sin una sonrisa? No hay luz que espante a los fantasmas, pero el escalofrío se atenúa si naufragamos en el mismo cementerio. No todos los martes pueden ser tan negros.
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