Ellos no entienden lo que pasa, este insomnio que se adhiere a la cara interna de los párpados, este deseo sin imagen concreta que dilate los espacios, este avanzar hacia lo desconocido, sin haber siquiera dado un paso. Ella lo intuye, pero se niega a aceptar la explicación, porque sólo hay algo peor que saber que Él no existe y es darse cuenta de que él es Él. Él lo sabe, pero prefiere mirar hacia otro lado, porque no comprende las intenciones de los monstruos que se agitan bajo la superficie, removiendo el fango, enturbiando el agua. Ella sólo quiere cortar el lazo que ahora estrangula sus muñecas, ahorcando venas, desangrando arterias. La noche palpita entre sus sienes. El aire quema en su garganta, obligándola a vomitar secretos cuyo oxígeno ya no nutre sus pulmones. Él se aferra a un tiempo que ha dejado de existir, a un espejismo que se contorsiona en el espejo del cuarto de baño, mientras él se ducha con agua fría. No hay vaho, sólo hielo y gotas que salpican los baldosines sin limpiar. Él trata de convencerse de que el amor no es esto, sino aquello, pero sus lágrimas sólo se secan cuando las derrama entre sus brazos. Ella lo sospecha, por eso los cruza fuertemente sobre el pecho, barrera de cristal que se quebrará cuando él decida traspasarla. El viento ulula entre las ramas de los árboles. La luna contempla orgullosa a sus cachorros. Hace frío y ella se esconde debajo de la cama. Ha oído pasos que, en lugar de acercarse, se alejan. Respira tranquila. La amenaza parece que se extingue en los límites de esta noche sin fronteras, pero todo vuelve. También esto. O quizá no. Él camina, seguro de haber dejado atrás el cataclismo, justo antes de tropezar con el abismo.
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