Te echo de menos y no se me ocurre ninguna metáfora capaz de evaluar la magnitud de este desastre, mi sensación de orfandad, estas desbocadas ganas de llorar. Y sé que no está bien y que peor aún está decírtelo por escrito, pero ¿acaso la ley de la relatividad no puede aplicarse alguna vez a la moral judeocristiana? Y sí, lo sé, comienzo a parecerme demasiado a él, a escribir sólo para mí, a revolcarme narcisistamente en el barro de porcunos chistes a los que sólo yo puedo otorgar algún sentido. Y sí, lo sé, empiezo a asimilarme sospechosamente a ella, a enhebrar metáforas indescifrables, a contemplarme lujuriosamente en el espejo, ignorando todos mis defectos. Pero ¿qué es el hombre sino humano, un rosario de vicios deleznables, un hipócrita asesino que se rodea de amigos radicalmente pacifistas? Pero yo no quería hablar de todo esto, sino de la soga de la distancia minimizando el perímetro de mi cuello, de la paloma blanca que sofríes en una sartén colmada de despecho y del tiempo que no avanza para dos corazones atascados entre un taxi inundado de lluvia vespertina y la copa de vino que despreciaste de mis labios.
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