No es que no sepa qué escribir. Es que me asusta verbalizar ciertos instintos (el irrefrenable deseo de destriparte sin la ayuda de ningún Jack, contemplar con deleite el lento goteo de la sangre de la res ensartada en el gancho más afilado del matadero más atroz, mis dedos agrandando la herida, mi lengua lamiendo la carne lacerada por el hierro). Hay pecados que dinamitarían el más robusto de todos los confesionarios y, aún así, siempre hay algún insensato que osa cometerlos (tú, yo, nunca ellos, ni siquiera nosotros, ¿qué sentido tiene la culpa si no puede ser individualizada?, ¿cómo dividir el oprobio entre una caterva de demonios?). Y choco empecinadamente con la piedra de tus labios y me cortan las palabras que no dices, casi tanto como aquéllas que escupes cuando nadie escucha y el viento sopla entre los juncos, diluyendo en el aire los secretos que agitan nuestros atribulados corazones tartamudos. Y mueren las metáforas que no nos atrevimos a alumbrar, versos abortados en clínicas clandestinas, poemas desgastados por el miedo a la opinión de los demás. Y nos precipitamos al abismo, como pasajeros de un avión a punto de estrellarse, convencidos de que es nuestra única opción de salvación, sin darnos cuenta de que, en realidad, sólo estamos anticipando nuestro inexorable final. Podemos inventar nuevas maneras de contar esta tragedia; pero, por más que lo intentemos, nunca alcanzaremos la excelencia de los griegos.
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