Escóndete, no dejes que te encuentren. Tú, la escurridiza; ellos, las serpientes. ¿Cómo explicarle lo que sientes a los reptiles de sangre congelada? Tu corazón, hervidero de metáforas volcánicas; el suyo, reloj suizo insensible a las altas temperaturas. Y, aún así, es la nieve tu única amiga y la helada escarcha de primera hora de la mañana, tu amante más voraz. Es tan extraño como cierto, tan contradictorio como lógico. Y sueñas que algún día mute el curso de los astros y deje la luna de influir en las mareas de tu tristeza, pero sabes que hay cosas que nunca cambian y pesadillas que no terminan de desvanecerse con la aurora. Y tratas de salir de tu escondrijo, sin darte cuenta de que también él es un autómata programado para razonar en contra de los designios del destino. Y duele más la forma en que te mira que la manera en que vuelve la vista en la dirección equivocada. Y, aún así, te queda el consuelo de saberte única ganadora de esta historia derrotada, no porque traspasaras ninguna meta, sino porque, a diferencia de él, tú siempre quisiste perder(te).
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