Las metáforas están ahí, graznando desde la torre más sanguinaria de Londres, dispuestas a arrancarte los ojos, a dejarte ciega, para que no tengas más remedio que escucharlas, servirte de su guía, confiar en que no te conducirán al precipicio, sino sólo hasta el hacha del verdugo, pues tu cuello nació para ser segado de tu cuerpo y tu sangre para gotear entre las tablas del cadalso. Puedes huir, pero no evitar que te atrapen; retrasar la ejecución de la sentencia, pero no obtener el indulto; posponer el mordisco del metal, pero no amordazar el grito. Tus noches siempre estarán pobladas de fantasmas, de reinas injustamente condenadas y de presuntas brujas que no terminaron de convertirse en humo después de que la hoguera se extinguiera. La tierra tiembla, aunque los cadáveres no terminen de levantarse de su tumba y tú caes, una vez más, en una fosa colmada de espectros anhelantes de que alguien dé voz a sus pútridos despojos. Y dejas que te envuelvan sus historias y confundes sus recuerdos con los tuyos, sus ficciones con tu realidad, sus sueños con tus versos. Y ya no sabes quién es el espejismo, si tú o él o, tal vez, ambos y, aún así, todavía hay ciertas cosas que no osas poner en duda: los seísmos que te provocaba un leve roce de su brazo, su sonrisa agridulce y la desnudez de su mirada de fuego. Todo lo demás, resulta siempre tan incierto… Y vuelves a recorrer las calles que fueron testigos del desastre, de todos y cada uno de los silencios que, primero, enlazaron vuestras almas y, después, separaron vuestros cuerpos. Y cae la tarde y aumenta la frecuencia e intensidad de los graznidos. ¿Nunca te has fijado? Los cuervos sólo se quedan a vivir donde ha tenido lugar una matanza.
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