Recuerdo la noche en la que todo terminó, sólo que entonces no fui consciente de que aquello era el final. Yo bebía todo el vino que tú despreciabas en aras de tu sacrosanta compostura, esa ficción que no dejaba de ser real, tu denodado empeño en no sentir lo que sentías; porque, no nos engañemos, siempre pensaste que aquello que tu corazón más ansiaba estaba mal, rematadamente mal. Supongo que ésa era la principal diferencia entre nosotros: yo creía en "Jude" y tú, a día de hoy, sigues sin haberla visto, no vaya a ser que se dinamiten tus erróneos esquemas cuadriculados. Hubo un día después de aquella noche y otra noche indigna de tal calificativo, porque no existió luna que alumbrara nuestro insomnio, ni lobos que aullaran nuestra pena y ambos confundimos a los vampiros con humanos, sólo porque atisbamos una sombra en el espejo. Y aunque aún no llovía, el espeso gris del océano de nubes que planeaba sobre nuestras destartaladas cabezas presagiaba un nuevo diluvio universal; pero yo pensaba que el cielo estaba, nuevamente, equivocado y tú creías que un paraguas del Primark bastaría para resguardar a nuestros corazones de secano. El avión llegó tarde, pero nosotros nos fuimos pronto, porque ninguno de los dos quería prolongar la agonía o, tal vez, era la felicidad lo que pretendíamos esquivar. Al fin y al cabo, tanto la alegría como la tristeza son capaces de provocar lágrimas.
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