Me corté el dedo anular con el papel de tu carta más esquiva, agazapada en el rincón más tenebroso de mi bolso, justo al lado de tres tampones súper y dos condones a punto de caducar. El corte fue limpio, a la par que doloroso. Murieron varias de mis células y un hilo de sangre se escapó de mis capilares más superficiales. Chupé la minúscula herida, cerré los ojos e imaginé que era tu saliva la que trataba de desinfectar el escozor causado por la celulosa homicida, pero mi lengua no puede competir con la pericia de la tuya y el espejismo de tus labios aprisionando la yema de mi dedo damnificado se esfumó antes de tiempo, a lomos de la primera ráfaga de viento. Maldigo el papel que me ha hecho sangrar dos veces: una al leerlo y otra al rozarlo. Y, mientras trato de ignorar el dolor causado por ambos ataques, intento adivinar cuándo tendrá lugar su tercer y definitivo intento de asesinato.
Blog en el que buceo en universos paralelos distantes y distintos encerrados en el centro de un protón del núcleo del átomo de mi existencia.
martes, 4 de febrero de 2020
domingo, 2 de febrero de 2020
Desastres (VIII)
Trato de entendernos, de determinar quién apretó el gatillo, de separar tu sangre de mi herida, mis fragmentos de los tuyos, de individualizar cada una de las esquirlas que laceran las palmas de nuestras manos. Trato de olvidarnos, de fingir que no existimos, ni en pasado ni en condicional, ni como amantes ni mucho menos como enemigos. Trato de sembrar la duda en nuestras tripas, de confundir a nuestros estómagos, de colmar de humo el vacío que siempre ha llenado nuestros cuerpos. Pero no puedo. Y es esta incapacidad la que me está matando, este fracaso recurrente que no logro exorcizar. Y quisiera saber si todo lo que fue y, especialmente, todo lo que no será también te está matando lentamente cada día o si, por el contrario, yazco anestesiada en tu neurona más próxima a morir. Pero hace tanto tiempo que no hablamos, que no nos vemos, que nadie nos pregunta por el otro... Te imagino, a veces, tan torturado como cuando nos conocimos; casi siempre, feliz, ahora que, por fin, has conseguido despegar mi sombra de tu cuerpo. Sueño tu sonrisa, límpida, radiante, desintoxicada de mi sempiterna tristeza vespertina. Me miro en el espejo y sigues ahí, quitándole importancia a las ojeras que afean mi reflejo, escondiéndome el maquillaje, por juzgarlo innecesario. Nunca te hice caso entonces, pero hace meses que ninguna brocha colorea mi cara. No sé si ya no necesito ocultarme o si es que finalmente he comprendido que, por más que me exponga, nadie sabrá verme realmente (ni siquiera tú, que tanto atisbaste, sin ser capaz de digerirlo). Y juguetean mis dedos con el aire que rozaste, tratando de asirte en el vacío. Y contemplo la lluvia en los cristales, intentando prever la trayectoria de las lágrimas que no resbalaron por nuestras mejillas, que se nos atascaron para siempre en el silencio de aquella fría tarde de domingo. "No saldrá bien, pero qué importa", deberías haber dicho. "Prefiero equivocarme contigo que acertar con cualquier otro", te habría contestado yo. Ninguno de los dos abrió la boca, seguramente porque era demasiado cierto como para convertirlo en realidad. O, tal vez... Tal vez sea otra la respuesta.
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