Resurgirá la vida y el amor en el centro de mi pecho, cuando la tierra digiera la sangre de las víctimas y el espectro de tu nombre deje de tatuarse en la cara interna de mi antebrazo izquierdo. Querían convertirnos en cadáveres andantes, pálidos reflejos de los hechiceros que invocaban a los dioses las noches de luna llena. Muchos sucumbieron a las llamas del odio inveterado, del miedo a lo distinto, de la lacerante ausencia de empatía. Otros nos escondimos en lo más profundo de los bosques y allí nos sorprendió el gélido abrazo del invierno, sin Prometeo que nos entregara un puñado de fuego. Aún sigo allí, paralizada bajo la nieve de tu abandono, las manos manchadas de la tinta de todas las verdades que no fui capaz de confesarte, mis labios congelados en la súplica que no acerté a enhebrar en mi último hálito fugaz. Algún día todos seremos juzgados: los verdugos y sus cómplices, los muertos y las estatuas de sal. ¿Cuál es tu coartada? Yo ya no tengo excusas, sólo propósitos de enmienda que fallecerán a manos del primer rayo de sol que derrita las lágrimas que jamás osaste derramar sobre mi cuello. Y aun así no pierdo la esperanza de que seamos algún día, cuando los cuervos callen y sólo se oiga el rumor de las hojas agitadas por el viento, cuando el vodka incendie nuestros esófagos y vomitemos por fin todo aquello que ahora arde en el crematorio de nuestras tripas. O puede que no, que sólo uno de los dos sobreviva al holocausto. ¡Qué más da! Bailaré sobre tu tumba o dentro de la mía. ¿Acaso importa cuántos metros nos separan del infierno?
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