Búscame. Siempre he estado ahí, incluso cuando me propuse dejar de estarlo. Soy adicta a tus desastres, yonqui de tu dolor, devota del aspersor de tus lágrimas. O quizá se trate de algo bien distinto, algo que no me atrevo a esbozar en estas líneas, por miedo a que adquiera la entidad que trato desesperadamente de negarle. Es curioso lo que une y separa a las personas, aunque me parece que ya hablé de eso en otra parte. ¿Por qué siempre me ha resultado tan difícil saber si la pena por la que lloro es propia o ajena? ¿Por qué no consigo liberarme del abrazo de nuestras desgracias compartidas? A veces pienso que mi lecho es una tumba. Otras, que el cementerio es mi único hogar. Vivo rodeada de espectros y la mayoría de ellos aún continúan vivos. ¿Por qué cuesta tanto respirar cerca de las luces de los muelles? ¿Por qué me empeño en repetir preguntas cuya respuesta no deseo aceptar? ¿Tú también has vuelto a alguno de los escenarios de los crímenes? Ciertas noches, tu recuerdo clava sus colmillos en mis muñecas, sorbiendo mi sangre hasta dejarme exangüe. Determinados días, tu sombra se pega a mis talones, haciendo el amor con la proyección de mi cuerpo sobre el asfalto. No siento el orgasmo, pero sí el eco de su vibración. Déjame chapotear un rato en el alquitrán de estas metáforas. Ya habrá tiempo de drenar el petróleo de nuestros pulmones o de ahogarnos en la negrura de nuestros temores más oscuros. Ahora permíteme ensuciarme de recuerdos lacerantes, de futuros imposibles y presentes abortados. Sólo espero que ésta sea una de esas enfermedades para las que jamás se encuentra cura.
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