La lluvia no siempre limpia; a veces, sólo encharca (mis pulmones, ahora mismo). Vi cómo se acercaban las nubes, preñadas de llanto, pero seguí negando la inminencia del diluvio. La esperanza es lo último que se pierde, pero cuán rápido se evapora cuando el desastre se quita la máscara y muestra su sádica ineludibilidad. Me ahogo. Soy un buzo a quince metros de profundidad y sin botella de oxígeno. Debería subir a la superficie, pero hace tiempo que dejé de distinguir el cielo de la tierra. ¿Y si siempre hubiera sido una criatura abisal? ¿Y si para poder respirar sólo he de hundirme un poco más? No me duele el diluvio, sino que tu sonrisa ya no me sirva de tabla de salvación. Te marchaste tan despacio que cuando quise seguir tu rastro tres inviernos habían sepultado ya todas tus huellas. Si al menos en alguno de ellos hubiese nevado... No hace frío, sólo viento y ausencia y barro bajo los pies. Tu pérdida ha inundado mi sangre de dióxido de carbono, contaminando mis células con el recuerdo de lo que pudo ser. La tarde es una cortina de agua y yo un pañuelo empapado que el actor principal abandonó sobre el escenario, el puñado de versos que no se dignó a declamar, la actriz secundaria a la que ni siquiera acertó a mirar. No te preocupes. Aunque regresaras, yo ya no sabría volver.
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