A veces, la vida se detiene. Ya no hay palabras. Sólo imágenes discontinuas adheridas a la cara interna de los párpados: el agua derramada precipitándose lentamente hasta el suelo, gota a gota, plof, plof, plof; la oscuridad rasgada por el ronquido del enfermo; la lluvia resbalando en el cristal del autobús, desdibujando los olivos y las chimeneas de las minas; el rojo de la sangre que se escapa de las venas y el que colorea las manos irritadas; la angustia, el miedo, la duda, el anhelo en cada gesto, en cada cara, en cada cuerpo ceniciento. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí y, sobre todo, cómo evitaremos el desastre definitivo? Te quiero, aunque no sea suficiente, aunque el amor, probablemente, no alcance a encontrar la forma de salvarnos. Y, sin embargo, hay veces en que sólo una mano ajena es capaz de taponar la herida, de detener la hemorragia, de cauterizar el tajo que hiende la carne. Supongo que en eso consiste la fe: en creer que una caricia bastará para retener todo aquello que se nos escurre irremediablemente entre los dedos.
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