No le di importancia porque no quería que la tuviera. Una parte de mí sabía que me equivocaba. La misma parte que me susurra a gritos "no podrás hacerle la cobra a tu destino durante mucho más tiempo", como si no fuera más que evidente que mi fatum, más temprano que tarde, me meterá la lengua hasta la garganta. No, no trato de esquivarlo, sino de prolongar esta ilusoria sensación de control sobre mi sino. "Control". ¡Qué palabra tan absurda y engañosa! Hubo un tiempo en el que a mí también me convenció de que creyera en ella. Ahora sé que no es más que un cascarón vacío, una entelequia, pero también un espejismo cuya persecución puede derivar en magnífico desastre. Lo sé porque estuvo a punto de acabar conmigo. Sí, hasta hace poco me sacrifiqué cada día en sus altares. Como con cualquier otro falso ídolo, ninguna de mis plegarias fue atendida. Dirán algunos que también los auténticos Dioses ignoran la mayor parte de nuestras oraciones, pero Ellos están cargados de razones, por más desconocidas que éstas nos resulten. No, no quería filosofar, sino arrepentirme, esbozar esa culpa que nunca arraiga en el centro de mi pecho estéril, alumbrar algún estigma, incluso aunque resulte inapreciable a simple vista. Pero no, sé que todo ocurrió por algo y que, si cambiara la más mínima coma, me hallaría inmersa en un texto bien distinto. Sí, algún día cambiaré de máscara, pero el rostro enterrado debajo continuará inmutable, impertérritamente inaprehensible, dichosamente eterno. Tú me reconocerás y, como siempre, huirás del abrazo del pecado. Yo te maldeciré y bendeciré al mismo tiempo. Y todo seguirá siendo igual, por muy distinto que parezca.
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