Las ardientes lágrimas de la vela caían sobre mis botas. Yo contemplaba cómo se solidificaban sobre la negra piel, creando una hermosa constelación de diminutas lunas llenas. En el cielo, el satélite terrestre engordaba por momentos, ahíto de las soledades más feroces. Mi corazón sangraba al compás del silencio de la noche. "¿Dónde estás? ¿Por qué no te siento?" Caminaba bajo el fuego del recuerdo de ese pasado inaprensible que, aún hoy, continúa acuchillándome de costado. Cuánto dolor para tan poca herida. "¿Dónde estás? ¿Por qué no te siento?" rumiaba febrilmente entre mis labios, como un mantra incapaz de salvarme, pero sí de anestesiar la angustia. "¿Dónde estás? ¿Por qué no te siento?", "¿Dónde estás? ¿Por qué no te siento?", mi oscuridad interna siempre más densa que la externa, petróleo emocional encharcando mis pulmones. Cerré los ojos. Traté con todas mis fuerzas de regresar allí, a esa otra noche huérfana de consuelo, pero preñada de esperanza. Naufragué, sin embargo, en una orilla bien distinta. Grité tu nombre. Sólo el eco respondió. Abrí los ojos. Dejé que me abanicara el aleteo de los murciélagos. "Todo irá bien, por muy mal que parezca ir". No me creí, pero me equivocaba.
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