El alcohol nubla, pero no borra. Tú sigues siendo tú después de una ristra de chupitos de tequila; difuminado, pero tú, al fin y al cabo. Por supuesto, no hablo de ti, sino de tu recuerdo, de todo lo bueno y lo malo que retuve en mi memoria. La tentación de llamarte me picotea las venas de la muñeca izquierda. Gracias a Dios es la derecha la que manda. Los buitres olfatean la carroña y se aproximan a ver qué pueden devorar, sin saber que algunos cadáveres sólo son fagocitados por muertos en mayor grado de descomposición. Vomito mentiras que todos creen, pero que tú siempre presumiste ficción. El humo me ahoga sin terminar de asfixiarme. De repente, me asalta la esquizofrénica idea de que, si viviéramos en un país anglosajón, yo sería zurda y tú tendrías que escuchar aquello de lo que nunca quisiste darte cuenta. Afortunadamente, mi cuerpo lo gobierna la parte equivocada del cerebro y el tuyo es víctima del miedo. Me escurro entre las grietas de la noche y derrito el rímel de mis pestañas en un pecho huérfano de latidos sincronizados con los míos, tronco hueco de dolores compartidos, corteza intacta que repele mi deseo de convertirla en segunda piel. El alcohol nubla, pero no borra. Cada beso que malgasto, cada sueño fugado que no atrapo, esta vida que escogí sin darme cuenta, la distancia de seguridad que nos desgasta, las 666 maneras de no decir todo lo que importa. Tu sonrisa en la pantalla. Mi mueca en el espejo. Un trago más para deshidratarme en el desierto.
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